La vida es eterna en cinco minutos

¿Y si vivir al ritmo de los 15 segundos de una historia de Instagram no es una buena idea?

En su infinita superioridad, las lenguas latinas han sabido darnos una catarata de expresiones magníficas, sin traducción directa, con esa musicalidad tan amable a la lengua que transforma a las palabras en un beso deseado. Así es como los pueblos hemos mutilado, transformado y moldeado el lenguaje constantemente, como si acaso estuviéramos compitiendo por ver quién produce la mejor expresión, el mejor vocablo, la palabra definitiva. Quizás aquí, en cierto rincón del terruño rioplatense, le dimos al español su mejor vuelta cuando conjugamos tres veces el mismo verbo para decir “me voy a ir yendo”, y resumir así en la reiteración hasta el hartazgo el espíritu de lo que queremos decir. Nos vamos, sí. De a poco, también. Somos permeables a que nos convenza de lo contrario. Si me “voy a ir yendo”, no lo voy a hacer necesariamente en los próximos dos minutos ni mucho menos. Te advierto: en algún momento va a pasar.

Este ejemplo, uno entre los miles que podría citar, no alcanza siquiera a llegarle a los talones a los verdaderos reyes de la manipulación del lenguaje: los italianos. Exuberantes, como sus comidas, expresivos y románticos, como sus gestos al hablar, explosivos, como su crímen organizado… han forjado en esas mentes una de las expresiones idiomáticas que no tienen traducción directa, no al menos sin perder algo del espíritu: Il dolce far niente. Se trata nada más y nada menos del placer de no hacer nada. No hacer nada, sabemos, es técnicamente imposible. Aún cuando activamente no estamos haciendo nada, nuestro cuerpo mantiene ciertas inercias: transforma oxígeno en dióxido de carbono, digiere, transita un ciclo menstrual, se pone ansioso, se aburre.

Aquí quiero detenerme: aquella expresión tan amable a la boca, que invita a regocijarse en el placer de tirarse de cara al sol en alguna playa perdida a orillas del Adriático, se gesta en el movimiento voluntarioso de sostener el ocio. Supera el regocijo de la “siesta”, y hace de lo que podría ser un simple error de la matrix (un momento de plena nada en medio del tedio de la rutina atareada) una disciplina, una instancia a perseguir.

Si digo “Il dolce far niente” en mi pretencioso italiano aprendido en duolingo, en mi mente crecen dos pequeños tipitos vestidos en nada más que un short de lino muy, muy apretado a rayas, con sendos pilusos blancos en la cabeza, bronceándose en el sol de la tarde. Escuchan, quizás, algún hit de Piero Piccioni. Rumian en su cabeza sobre el último altercado con su jefe o su esposa. Y, sin embargo, nada perturba del todo ese momento de insistente pereza, de aburrimiento casi.

Yo no puedo estar aburrida. Ni vos, ni nadie que viva la vida que nos hemos acostumbrado a vivir. Ninguno de nosotros, por mucho que digamos otra cosa, nos bancaríamos “hacer nada”. No existe esa idea no ya en nuestro lenguaje: no podemos concebirla en la piel, en el cuerpo. Vivimos en un constante estado inquieto que nos transforma en nuestra peor pesadilla: alguien que todo el tiempo tiene que estar haciendo algo, y que en el breve instante en el que se permite “no hacer nada” se ve invadido por la culpa.

No puedo aguantar nada que dure más de cuatro minutos. Es insoportable, pero no me sale de otra forma.

Este es, en términos generales, un fenómeno epocal. Al menos así parecen considerarlo innumerables expertos de distintos campos científicos que no serán citados en este artículo porque no hace falta. Yo les digo que esto es así, y ustedes me creen. Como creen en cada una de las columnas de Pagni o en las editoriales de Navarro o Rebord.

No voy a banalizar acá las vivencias de quienes tienen algún cuadro de ansiedad crónica, incluso aquellos que poseen déficit de atención. Hablo quizás de una instancia previa: ese ritmo que se nos impone a fuerza de historias de Instagram de 15 segundos, el miedo a quedarnos afuera de la conversación, la vertiginosidad de los debates de Twitter y la sobreproducción de series de Netflix que sí o sí hay que mirar. Todo el tiempo, a todo momento, nos parece que algo amerita que nuestro cerebro se divida en dos, tres o cuatro tareas. A veces me encuentro escuchando un video para relajarme, mientras juego al Candy Crush y me prendo un sahumerio, y hago con todo esto tiempo mientras cocino un pollo al horno, y ese recreo en realidad es una solución al tiempo muerto que me quedó entre un laburo y otro. Todas esas tareas me resultan igual de necesarias, simplemente porque no concibo quedarme quieta.

No podría, físicamente hablando, dedicarme a la nada. Entregarme al abrazo tibio de mi propia versión del dolce far niente. Y aunque a veces quiero mentirme y decirme a mí misma que eso solucionaría todos mis problemas, temo que ese tren ya pasó: la hiperproductividad nos ha seteado la cabeza y el cuerpo de una manera distinta. Hasta para aburrirnos nos metemos en una especie de cadena de multitareas: scroleamos por Twitter mientras de fondo tenemos a Carina Mazzocco en la tele reviviendo viejas historias de la farándula. Ninguna de esas tareas nos nutre, pero la posibilidad de tener el cerebro en pausa simplemente no existe.

Hay algunos fenómenos, también epocales, que parecen responder a esto. Me preocupa la gente que está yendo a hacer cerámica, por ejemplo. Siento que hay en sus intentos de crear algo que lleva tiempo, paciencia y dedicación una especie de escape a este horrendo mundo de ansiedad y actividades efímeras en el que vivimos. Y, sin embargo, es como querer curar una pata gangrenada con una curita.

Tengo amigas que sólo miren series en Netflix o en Youtube porque pueden aumentar la velocidad de reproducción. Hay una app, aprendí hace poco, que te vende resúmenes de libros para que no tengas que leerlos. Yo me instalé un bot que transcribe audios de whatsapp y me los resume, porque a veces no tengo paciencia ni para eso. Hace poco un amigo me dijo que no viaja más porque el tiempo en la ruta le parece eterno, así sean 100 o 2000 kilómetros. Todo lo que cocinamos se mide más en tiempo de cocción que en nutrientes o incluso en sabor. El 80% del contenido en redes sociales sobre comida se reduce al universo de dietas mágicas para adelgazar. El 20% restante nos enseña a hacer 234 platos con una pechuga de pollo porque, primero y antes que nada, hay crisis. Crisis económica, si, pero también de tiempo.

Y en el medio tu amiga hace cerámica. Intenta hacer una taza que le recuerda a la que usaba su abuela para tomar la leche. Porque ahora, en la adultez, volvimos a merendar. Nos permitimos ese momento en la tarde en el que cortamos por un segundo para alimentarnos. Y aún así, esa merienda está acompañada por el gesto conocido de responder mensajes o mirar historias de Instagram.

Mientras hace cerámica, quizás, renueva el intento por poner en pausa esa sensación que nos cosquillea en la punta de los dedos, ese fervor que nos agarra en el primer momento ocioso del día por investigar en qué anda esa compañera nuestra del secundario de la que no sabemos nada. A lo mejor tu amiga hace cerámica para no pensar en el hecho de que no podemos tener tiempo “al pedo” porque estar al pedo nunca es gratis. Hace cerámica porque algo hay que hacer. Porque le gusta, y porque de ahí se va a llevar un cenicero o un posa pava o un gatito para colocar el sahumerio.

Los viejos seguirán flotando en el Adriático porque han encontrado el truco para que en la mente no se abran constantemente 100 pestañas con pensamientos al azar. Quizás han bebido, y eso les saca la culpa. A lo mejor la falta de mateína en sangre no los pone tan ansiosos. Quizás, simplemente, se han adaptado a las tendencias de un país que envejece y que por consiguiente no piensa exigirles mucho porque entiende, en el fondo, que no va a ninguna parte. Y, sin embargo, ahí están. Flotando sin hundirse. Bronceándose sin flecharse. Contentos entre la espuma de quien ha logrado por un rato, al menos, abrirle un paréntesis al frenetismo inútil. Dilatan la tarde y la vida, como si acaso allí mismo ellos pudieran poner en práctica la suspensión del tiempo, la versión práctica de un “me voy a ir yendo” que nunca termina, que sólo empieza.

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