La denuncia por violencia de género contra el ex presidente Alberto Fernández generó un terremoto en el escenario político. Algunos comentarios sobre los posibles efectos que tiene y tendrá el hecho.
Hay una teoría de la ética política que se ha discutido y repetido hasta el hartazgo. Pero que su constante recuperación no la hace perder vigencia, ni tampoco agotar su sentido original. A comienzos del siglo XX, Max Weber esbozó una profunda reflexión sobre lo político y presentó dos tipos de ética que caracterizan el accionar de los políticos: la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad.
La idea de ética remite a una serie de criterios o principios que orientan la acción de los individuos. De forma muy sintética, por un lado, la ética de las convicciones se vincula a una forma de actuar fundada en el convencimiento sobre determinados valores e ideas, una concepción del mundo. Por otro lado, la ética de la responsabilidad se relaciona al obrar que tiene en consideración cuáles son las consecuencias de las acciones humanas.
Para Weber, en la política es mejor priorizar la ética de la responsabilidad. Sin embargo, también le da lugar a la pasión en la acción de los líderes políticos. En todo caso, la salida estaría en la complementariedad entre ambos tipos de ética.
En mi opinión –como creo que también se dio en muchas otras y más visibles opiniones– se puede encontrar, con mayor o menor predominancia, al menos un tipo de ética que caracterizó a los distintos liderazgos presidenciales recientes en nuestro país. Pero considero que ninguno parece tener tanta dificultad para acomodarse en una de las dos categorías como el liderazgo de Alberto Fernández. Ni idealismo ni responsabilidad, sino algo más. O más bien, algo menos. Mucho menos.
Tal vez ningún dirigente político como Alberto Fernández haya llegado antes a la presidencia sin tener un liderazgo propio. Este fue su mayor desafío: gestionar en un momento de crisis y, en simultáneo, construir su liderazgo tanto dentro del peronismo como a nivel nacional. Y coyuntura crítica, sí que la tuvo.
Podríamos hacer una larga enumeración de los grandes desaciertos y errores políticos durante la gestión de Alberto Fernández, o siendo más honestos, del Frente de Todos. Pero, por los acontecimientos recientes, ya no hay espacio para discutir sobre las posibilidades e imposibilidades de una gestión; ahora solamente podemos discutir sobre sus terribles efectos y consecuencias. Muchos de ellos se vieron en vivo y en directo, pero otros alcanzan (y alcanzarán) otra temporalidad.
La gravedad de la denuncia por violencia de género contra Alberto Fernández es el último ladrillo que construye el muro de su decadencia política. Pero es la pieza más miserable y preocupante. Y, por más polémica que pueda resultar la apreciación, la inocencia o culpabilidad que resulte de la investigación en la causa judicial será “irrelevante” en función de las consecuencias que tiene y tendrá lo sucedido a nivel social, cultural y político.
En primer lugar, el efecto más inmediato es el más evidente: es el mayor capital político que cuenta Javier Milei y los dirigentes libertarios. Es la relegitimación constante de su liderazgo y su capacidad de haber establecido una frontera entre esa “casta” y los “argentinos de bien”. Bienvenido sea que involuntariamente estén reconociendo la seriedad de una denuncia de violencia de género. Pero las acusaciones a Alberto Fernández empeoran la imagen de la casta construida imaginariamente por los libertarios.
Si bien es totalmente ridículo pensar que el accionar de Alberto Fernández tira por la borda años de construcción colectiva, debate y militancias feministas, sí puede tener efectos negativos a futuro en la posibilidad de volver a incluir las políticas de género y diversidad como política de Estado.
Teniendo en cuenta que el Frente de Todos fue la primera gestión presidencial que jerarquizó ministerialmente la agenda de género y de diversidad sexual, me surgen dos interrogantes a futuro: por un lado, qué estrategia se desplegará para continuar construyendo la importancia de retomar esta agenda como parte del Estado; y por otro lado, si existirá alguna manera de poner a salvo las políticas y los programas con perspectiva de género de una apropiación política que eventualmente los pongan en peligro.
Se trata en este caso de dos discusiones que tienen en cuenta los efectos y las consecuencias de Alberto Fernández en una temporalidad futura. Lo que es de carácter inmediato es reconocer cuáles son los aspectos en los que un diagnóstico sobre una impugnación moral de la dirigencia política, previo a la denuncia contra Alberto Fernández, tienen algún tipo de asidero.
En segundo lugar, y relacionado a esto último, como consecuencia inmediata, se abre una oportunidad para el peronismo: la posibilidad de evitar caer en la individualización de los casos de violencia de género hacia el interior del movimiento y proponer una conducta ejemplar.
Dicho de otra manera, no hay forma de demostrar coherencia en las causas que abraza el movimiento si hay una conducta errática y sin un procedimiento definido para actuar frente a las denuncias. No se puede repudiar enfáticamente a Alberto Fernández y avalar la participación pública en actos partidarios del intendente de La Matanza, Fernando Espinoza, que se encuentra procesado por abuso sexual.
Pero esta decisión de mantener una coherencia entre el discurso y el accionar político no significa ceder a las críticas de otros partidos políticos, sino de ser justos con las mujeres y disidencias de todo el país que han sufrido y sufren violencia de género. Y se trata de una coherencia que también va a ser minuciosamente evaluada, porque aún resta la investigación sobre si existieron silencios y complicidades por parte de diversos dirigentes políticos sobre lo que denuncian al expresidente.
De forma contraria a esta perspectiva, en los últimos días circularon declaraciones de un dirigente peronista con un gran aparato comunicacional sobre su espalda que no van en sintonía con una propuesta responsable frente a lo sucedido. En este sentido, negó la regularidad con la que suceden los casos de violencia de género en política y subestimó la necesidad de contar con un protocolo de actuación frente a las denuncias.
Me pregunto de qué manera es beneficioso seguir alimentando estos liderazgos hipermasculinizados. Mientras tanto, esos dirigentes no logran comprender una simple regularidad en todos estos “escándalos” que se dan en política: que son cometidos por varones. Entonces, si no se parte de un verdadero reconocimiento y problematización sobre cuáles son las condiciones que habilitan y permiten que dirigentes políticos masculinos ejerzan estas violencias, seguirán surgiendo casos como los de Alberto Fernández (y muchos otros).
Por otra parte, en un contexto de ataque abierto hacia los derechos de las mujeres y de la diversidad sexual, tampoco hay que optar por invisibilizar los compromisos con estas agendas. Hoy más que nunca, cuando lo conquistado se pone en juego, reconocerse feminista es una toma de posición, una resistencia. La utilización de las atrocidades que pudo cometer Alberto Fernández como oportunidad para deslegitimar una agenda de género y diversidad y producir un efecto aleccionador debe encontrar una defensa igual de sólida frente a los derechos conquistados.
Por último, no quisiera dejar de hacer hincapié en un tipo de razonamiento que estuvo presente en muchos de los repudios que recibió Alberto Fernández. La denuncia por violencia de género no es ni un resultado lógico, ni un agravante, ni una manifestación esperable de su incapacidad para gobernar y su mala gestión económica. Ni tampoco el fracaso de su gestión hace a esta denuncia más relevante. En todo caso, el agravante es el rol institucional que ocupó Alberto Fernández, generando una profunda asimetría de poder; y lo que hace más relevante (y alarmante) a la denuncia es por haberse puesto al frente de la lucha contra estas violencias.
De esta manera, la asociación de estos dos aspectos con relación de causalidad o de necesariedad (la mala gestión y la violencia) no permite analizar la verdadera complejidad que atraviesa a las situaciones de violencia de género, con sus múltiples modalidades, en los casos en los que el agresor detenta el poder político.
En este sentido, la consecuencia que también está por verse no estará en el desenlace de la investigación a Alberto Fernández, sino en las posibilidades de avanzar en investigaciones a agresores en contexto de ejercicio del poder político. Que las investigaciones no estén sujetas a salidas del poder y que garanticen la protección necesaria para las denunciantes sin su revictimización ni su exposición a otro tipo de violencias de carácter público.