En secundaria, una secuencia de aprendizaje no cabe en cuarenta minutos. Una cosa que aprendemos los docentes, con la práctica, es a administrar ese tiempo, aunque tal ordenamiento sea siempre provisorio. Segmentamos para que pueda aparecer una dirección. Este orden a veces se llama planificación, a veces intuición.
Pero bien sabemos los que bailamos en el aula que esa música es sobre todo un ejercicio. Y se experimenta armónicamente. ¿Conocen qué es armonía? Es la superposición de voces que vienen del timbre humano y de los instrumentos. El oído los percibe todos juntos y los reconoce como canción.
¿A qué canciones puede parecerse una clase? Es un buen ejercicio para salir de las palabras que intentan describir lo que ella es, debe o puede ser. Pienso esto porque, cuando evocamos nuestra historia educativa, lo que sostiene el recuerdo de una música es la marca del cuerpo y de la voz: la maestra que pregunta o responde, la seño de música que canta, la bibliotecaria que lee, la profe de voz monocorde, los alumnos que arman barullo, el profe que dicta, el niño que ríe, llora o se pelea con otro, la preceptora que entra y pregunta, los gritos que aparecen cuando estalla una bomba emocional entre dos grupos.
A veces suena un disco en los alumnos y hay otro disco en el docente, o al revés. Una clase suena armónicamente y esos días ¡qué alivio! parece que todo es posible: planea un tono mayor que hace que podamos volver a una casa, a un origen que se ve en la mirada de los alumnos y en el acomodamiento de una frecuencia adentro nuestro, en el cuerpo del docente. Porque, fundamentalmente, el conocimiento, cuando sucede, suena a la alegría. Si suena en tono menor (y es más frecuente de lo que piensan, pero más importante es que podamos notarlo) solemos quedarnos afuera de la casa, desamparados, como Hansel y Gretel en el bosque.
Cuando un timbre se superpone a otros y domina la clase con un leimotiv, positivo o negativo, quedaremos prendidos de ese timbre por varios días. Por ejemplo, si llueve y vienen pocos, el silencio es reconfortante y nos lleva a la intimidad que todo aprendizaje y toda enseñanza pide. Si hay ruido blanco es porque venimos de otra cosa: hace calor y es el mediodía de un verano agobiante mientras leemos en voz alta, o vienen de gimnasia y ¡todavía! hay que resolver el problema que quedó en el pizarrón en la hora anterior.
Podríamos tematizar esta metáfora. Es decir, poner música en clase. Una vez lo hice, pero no surtió efecto. Yo pensaba que iba a servir para que se concentren, pero ellos traían consigo un disco muy pesado y denso de sus casas, algo parecido a un parlante a todo volumen que talaba todas las conversaciones. Algo difícil de desarmar, y eso que soy una docente con paciencia. No sé por qué, ahora que estoy en una escuela donde los gritos no son el timing de mis clases, no lo pruebo. Supongo que porque ahora disfruto de no estar ríspida y adrenalínica ni preparada para sostener, como una soldado en guerra, el attack de los timbres en mi oído (a veces, uno lucha para dar clases ¿sabían?). Supongo también que aprendí a escuchar mejor. A los alumnos y a mí.
Este presente propone contienda como modo de acceder al conocimiento. El ruido, el barullo, la mezcolanza de voces random que atraviesa una clase y que proviene del celu, no nos deja oír ni hablar. No siempre es fácil poder poner mute a ese murmullo que no proviene de alumnos ni docentes, sino de la tecnología que ingresa en las clases. Pero soy privilegiada: en las dos escuelas en las que trabajo sigue sonando, por sobre este barullo, la voz humana que construye una clase. Uno de los fundamentos de esta columna es cómo escribir eso. Cómo puede escribirse una clase. No tengo respuestas todavía.