Reconocimiento a las que cuidan y curan

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En Santa Fe, cientos de compañeras construyen salud resistiendo las embestidas de un contexto social y económico cada vez más hostil. Foto: Gise Curioni.

La salud es arena de disputas. ¿Qué actores son autoridad? ¿Qué voces no escuchamos en debates públicos? ¿Qué intereses se ponen en juego? Las promotoras comunitarias y su rol clave en los territorios.

Por Misión de Salud Irma Carrica

Hace unos años Floreal Ferrara definiría a la salud como la capacidad individual y colectiva de luchar contra las condiciones que limitan la vida y, en este sentido, en nuestra ciudad existen cotidianamente centenares de compañeras y compañeros que construyen salud resistiendo las embestidas de un contexto social y económico cada vez más hostil.

Estas construcciones se dan en distintas organizaciones sociales, clubes, instituciones religiosas, comunitarias, comedores, bachilleratos populares, entre otro sinfín de formas de compromiso con su barrio, su ciudad y las personas, erigiéndose como parte fundamental para el sostenimiento del vapuleado tejido social.

No son estas compañeras (en su gran mayoría mujeres) las primeras imágenes que se nos vienen a la cabeza cuando hablamos de salud; sin embargo, su rol y su reconocimiento es clave, si pretendemos trascender miradas que superen la de la salud centrada en la enfermedad.

El sistema de salud nacional

Aproximadamente el 10% del PBI de nuestro país lo mueve el campo de la salud. Pero esto no siempre fue así. Antes de la Revolución Industrial, no era infrecuente que un virus genere una disminución de la población en algún lugar del globo, la baja en la natalidad de una ciudad y hasta el inicio de un colapso imperial.

Fue en la época moderna, y con mucha potencia en el siglo XX, cuando los Estados comenzaron a tener mayor incidencia en la planificación sanitaria, principalmente de la mano de los Estados de Bienestar. A partir de allí, la incidencia porcentual del campo de la salud en el PBI de los países comenzó a crecer ampliamente.

Esto trajo aparejado un aumento considerable en la esperanza de vida a nivel global, la erradicación de enfermedades infectocontagiosas, la hiperespecialización en la medicina y, también, una complejización del gran entramado que conforma el sistema de salud.

En Argentina, el sistema de salud se caracteriza por una gran fragmentación y segmentación. En él conviven los subsectores público -con efectores nacionales, provinciales y municipales- y privado y la seguridad social, en donde podemos enmarcar las obras sociales sindicales, provinciales y hasta el PAMI. Todo esto funciona de manera muy dispersa, con intereses, modos de financiamiento, organización y población cubierta muy disímiles, y con el Estado como rector y regulador del sistema.

En todo ese universo existen tensiones, intereses y disputas de poder que constantemente inciden sobre el campo de la salud. A grandes rasgos, el subsector privado, operando con lógicas de mercado, destina sus recursos a especialidades médicas más rentables y lleva adelante estrategias individualizadas de salud, mientras que el subsector público realiza principalmente actividades tendientes a mejorar la condición de salud de la población.

Pero hay en nuestro país grandes falencias. En los efectores que deberían atender el primer nivel de atención, muchas veces, la población no accede a los servicios básicos de salud. Además, los problemas de la salud de la población han ido cambiando. Los consumos problemáticos, la adicción a los juegos, las enfermedades crónicas no transmisibles, los cambios en la alimentación y los modos de vida cada vez más sedentarios, constituyen nuevas situaciones que debemos atender desde el campo de la salud.

El rol de las promotoras

En 1978 la Organización Mundial de la Salud realizó la famosa Declaración de Alma Ata, en la cual se postuló un objetivo amplio y abstracto: “Salud para todos en el año 2000”. En la misma se destacó la importancia de la participación comunitaria para que cualquier persona pueda acceder al sistema de salud sin barreras.

Si uno mira el mapa de la ciudad de Santa Fe, la dispersión geográfica de los 50 Centros de Atención Primaria de la Salud (CAPS) o SAMCOS (que a veces cumplen la función de los primeros), es bastante distribuída. Donde se pare cualquier persona, a menos de veinte cuadras tendrá un centro de salud.

En el terreno de la atención privada es algo diferente. En el centro de la ciudad (el sur de manera geográfica), o como suele llamarse “entre los bulevares”, existe un exceso de oferta de profesionales de la salud, clínicas y sanatorios, que ofrecen servicios de atención, diagnóstico y tratamiento. Esto se repite en todos los grandes centros urbanos de nuestro país: generalmente concurren a estos efectores quienes tienen cobertura privada o social (obras sociales).

El subsector público, además de realizar atención de enfermos, diagnóstico y tratamiento, tiene un rol fundamental en lo que llamamos prevención y promoción de la salud. Mientras que, a grandes rasgos, el otro espacio, el subsector privado, lleva adelante, mayormente, atención en casos de enfermedad.

Es decir, el rol de los centros de salud en prevenir enfermedades y llevar adelante actividades de promoción de la salud es fundamental. Sin embargo muchas veces, por múltiples factores (sobrecarga laboral del personal, escasos recursos, déficit en la cantidad de trabajadores, etc.), los mismos se encuentran desbordados, sin poder articular, en campañas de promoción, con su población de referencia: el barrio en el cual se encuentran emplazados.

Ante esto existen sobrados ejemplos en nuestra región en donde hay personas que sirven de “puente”, favoreciendo el acceso al sistema de salud -en este caso a los CAPS- por ser referencias territoriales. Muchas de estas personas desarrollan actividades en un club barrial, un comedor comunitario o un centro cultural, con dos atributos clave para el acceso a la salud: cercanía y legitimidad para llevar adelante actividades de promoción y prevención.

Además de ello, desde los diferentes aportes que nos realizan las teorías feministas, podemos reconocer que, pensando en la división sexual del trabajo, las tareas que llevan adelante las y los promotores comunitarios se encuadran en el trabajo de reproducción de la vida. Por tanto, no resulta llamativo que, en los barrios populares, sean en su mayoría mujeres y disidencias quienes llevan adelante el trabajo comunitario, entramando el cuidado, acompañamiento y referencia de diversas personas en su vida cotidiana. Entendemos esto como un emergente constitutivo y fundamental para pensar los roles, lugares y espacios históricamente asignados y perpetrados para las identidades feminizadas.

En este sentido, existen diversas instancias que han tenido y tienen como objetivo central jerarquizar y posibilitar la acreditación de saberes y prácticas que muchas mujeres y disidencias desarrollan cotidianamente. Un ejemplo de esto es el dictado de la Diplomatura en Gestión y Promoción de la Salud Comunitaria que este año se está llevando adelante en tres sedes de la ciudad -en las zonas sur, norte y de la costa-, iniciativa de la Universidad Nacional de La Plata que hace pie en Santa Fe a partir de la Misión de Salud Irma Carrica, perteneciente a Patria Grande.

Entendemos que existen diversos modos de reconocer este trabajo silencioso: reconocerlo académicamente es una de ellas. No obstante, si lo pensamos efectivamente como un trabajo, debemos abogar también por su remuneración. En Santa Fe no existen legislaciones que jerarquicen el trabajo de las promotoras: sólo existe la figura del agente sanitario, que difiere en sus características y objetivos.

Sin embargo, la mayoría de las organizaciones de la sociedad civil funcionan por el trabajo, más o menos reconocido en cada caso, de mujeres y disidencias que acompañan la vida cotidiana en los barrios populares. La acción política de demandar el reconocimiento de las promotoras es el puntapié necesario para jerarquizar las tareas de las compañeras en los barrios, que construyen salud colectivamente todos los días.

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