Los yanquis y su maquinaria de ilusiones producen héroes en serie, pero jamás podrán gestar un Di María.
Quiero que piensen en el Fideo Di María. Quiero que se concentren en recordar su rostro, la forma desgarbada en la que camina, tan distinto a su andar elegante sobre el césped de una cancha de fútbol. Quiero que piensen en la forma en la que encara pegado a la línea, con la pelota al pie, pensando en menos de un segundo en su próxima jugada. Quiero que recuerden la sensación de confort que nos embarga cuando pisa la pelota, cuando baja la cabeza como un galgo que está por echarse a correr en libertad, a la espera de asociarse con el compañero que se desmarca.
Quiero que piensen en Fideo y en su corrida inmediata después de meter un gol, después de escuchar el inconfundible sonido de la pelota impactando en la red, del estadio volviéndose loco. Quiero que piensen en Fideo haciendo un corazón con las manos, buscando la cámara para saludar a sus hijas o a su esposa. Quiero que piensen también en Jorgelina, escribiendo en una libretita chiquita, casi de almacenero, el nombre de todos los que no creyeron en él. Quiero traerles esta escena para que la atesoren, ahora que queremos a Ángel, ahora que ya no nos resistimos a él. Quiero que piensen en esta escena con cariño, con la inalterable certeza de que ese hombre nos hizo felices, genuinamente felices.
Quiero que piensen en eso porque yo lo pienso cuando quiero no pensar en otras cosas. Pienso en el Fideo, como se piensan en las cosas que tienen alma, que tienen historia, que tienen mundo interno, que tienen espesura. En esas cosas que no son prefabricadas, ni ultraprocesadas, ni impuestas, ni repetidas hasta el hartazgo. Pienso en el Fideo como si en él hubiera un cuento que no reviste complejidad: ese de la felicidad que irrumpe y que no puede repetirse, ni mecanizarse, ni edulcorarse.
Quiero que piensen en un héroe popular al que le dicen, le decimos, cariñosamente “Fideo”. Hablo del Fideo para decirles una cosa: la maquinaria de ilusiones de los Estados Unidos de América jamás podrá gestar un Ángel Di María. Si algo nos ha quedado claro de la última edición de la Copa América es que poco y nada saben los popes del mundo del entretenimiento de algo que sea duradero, que supere la lógica de lo consumible, lo viralizable, lo fabricado en serie.
Algo de esto habíamos visto en el circo del Inter de Miami, con sus intentos por reconstruírle a Messi sus épocas de gloria, rodeándolo de sus amigos y referentes, paseándolo como a un nieto primerizo entre los brazos de imaginarios abuelos. Las últimas semanas, sin embargo, confirmaron la suposición que muchos teníamos: los yankees no saben hacer nada que no sea pensado, pergeñado. Poco espacio hay en su maquinaria para la irrupción de lo impensado. Las chimeneas de sus fábricas de héroes trabajan a todo vapor para imponernos historias épicas que no transmiten absolutamente nada.
De esas líneas de producción jamás saldrán tipos como Fideo Di María. Ni de canchas con un césped más parecido a la alfombra de un motel rutero que a lo que se esperaría de un estadio en el que podés comprar un auto y hacerte una rinoplastía mientras disfrutás de un deporte de alta competición.
No podría simplificar mejor lo que quiero decirles que en la figura del queso cheddar. ¿Cuándo irrumpió en nuestras vidas, en nuestros paladares, y por que? No se sabe. Es como ese pibe que se suma al equipo de Fútbol 5 y nadie sabe de dónde vino, pero ya pasaron seis meses desde su primer partido y queda medio feo preguntarle.
El cheddar es hoy el ingrediente principal de todo momento de disfrute en nuestro país. Es sinónimo de que algo mete un upgrade, culinariamente hablando. Las papas ahora vienen con cheddar y bacon. La hamburguesa, el sánguche de milanesa, la pizza. Falta poco para que irrumpa en la parrilla, si aún no lo ha hecho. Y, sin embargo, el cheddar tiene el mismo gusto que suele invadir el paladar cuando tragamos mal una pastilla de ibuprofeno y se nos disuelve en la boca. Si está derretido, se siente como una especie de sustancia que plastifica el interior de la boca, impidiendo que le sintamos el sabor a nada más. Si no está derretido, es como meterle una feta de bolsa camiseta a la hamburguesa. Y lo comemos. Lo consumimos. Sin chistar. Aunque no nos genere nada. Aunque no nos guste. Porque ahí está.
En algún momento se instaló en la cultura popular argentina, en el epicentro de nuestro sentir nacional, que los EEUU es algo a lo que debemos aspirar en términos estéticos, casi de conformación de nuestras costumbres. Lo hemos visto tan de lejos, tan recortado, tan azucarado por las series de televisión y los realities guionados que ya no podríamos reconocer cuál es la cultura yankee real (o las múltiples culturas que componen el ser nacional norteamericano) de la que nosotros creemos que es la que verdaderamente los aúna como nación. Es una pregunta demasiado enorme, muy abierta, como para que a tantos kilómetros de distancia podamos responderla. Y, sin embargo, parece que no queremos hacer otra cosa. Es la brújula que nos marca hacia donde caminar en nuestra senda aspiracional.
Mientras miramos como en el país rey del deporte privatizado y entregado a las empresas a duras penas pueden organizar una Copa América sin caer en desgracia, nos intentan explicar que acá el fútbol se solucionaría si dejáramos que cuatro cataríes invirtieran guita en el Club Atlético San Telmo de Pueblo Perdido. Porque la maquinaría de propaganda funciona gracias a los militantes locales. Del presidente para abajo, está lleno de pánfilos que venderían su vida por un vaso de Starbucks personalizado.
Todo esto puedo decirlo porque soy, ante todo, carne débil. Estoy hecha del material más permeable del universo para el aparato de culturización yankee: las ganas de consumir. Mi casa es un santuario repleto de muñecos, remeras, tazas y pequeñas memorabilias de todo lo que el capitalismo ha inventado para hacerme feliz lo justo y suficiente como para ponerme a consumir. Lo he dicho en esta misma columna: es por gente como yo que existen las precuelas, y las series de mil temporadas. Somos los tontos que siempre volvemos a aquello que le dio un poco de confort. Los que entendemos que tomarnos un vaso de Coca Cola es una manera de celebrarnos, y no vemos en eso una amenaza para nuestro páncreas o nuestros riñones.
Y sin embargo, el fútbol con show de mediotiempo y las canchas de sintético en mal estado han logrado lo que años de masticar el chicle progresista no pudieron: terminaron por convencerme de que los yankees destruyen todo lo que tocan. Y no hablamos de esto en términos prácticos. No quiero llevarlo al extremo de remarcar su propensión a la invasión militar, o a acompañar gratuitamente todo golpe de Estado que suceda al sur del muro que los separa con México. Hablo de algo más simbólico: su idea de la felicidad es finita, inmediata e instantánea, porque no quieren que nada perdure.
En su tierra nadie es dueño de nada, siquiera de aquellas cosas que lo hacen feliz. El auto es alquilado, las películas se ven por streaming, la casa se paga con una hipoteca eterna. Tu club, tu equipo, se pueden vender a un mejor postor. Y sus héroes vuelan siempre muy alto, muy rápido, como si la mitología de Ícaro no les hubiera llegado nunca.
Entonces, no hay en sus espíritus la paciencia para un entretiempo sin música pop, ni saben de esperar años, décadas, para que ese delantero que salió de un barrio obrero y que fue resistido por todos llegue a ser el campeón del mundo, el de los goles en las finales importantes, el que festeja haciendo un corazón con los dedos, como si en ese gesto infantil y cursi se resumiera una pequeña revolución: la de los que todavía creemos en esperar y esperar y esperar a que nos encuentren las cosas que nos conmueven.