La gestión libertaria continúa despidiendo funcionarios que se corren del discurso oficialista. Sin capacidad de resolver la disidencia interna, Milei arma espectáculo, pero también con un doble juego.
No es noticia que el Gobierno libertario sufre una sangría de funcionarios desde el comienzo de su gestión. Si bien sus motivos y razones fueron diversos, hubo dos salidas con una misma vinculación: la marca del “Gordo Dan”. En realidad, su nombre es Daniel Parisini, pero es conocido por el nombre que lleva en Twitter, un terreno en el que actúa como una especie de “verdugo libertario”. Sus dos castigados fueron el exsecretario de Agricultura, Fernando Vilella, y el exsubsecretario de Deportes, Julio Garro.
“A partir de mañana no formás más parte del gobierno”, fue la amenaza del “Gordo Dan” a Vilella algunos meses atrás. El delito imperdonable había sido poner un like a una publicación de Martín Lousteau. En el otro caso, Garro había sugerido que unas disculpas públicas de Lionel Messi serían positivas ante los cánticos horrendamente discriminatorios de la Selección después de la victoria de la Copa América. “Bueno, ya sabés cómo funciona esto, no @JulioGarro?”, fue la nueva “marca” del verdugo virtual.
Es bastante evidente la ausencia total de gravedad en lo hecho por los exfuncionarios. Sin embargo, parece que para el entorno libertario no son meros gestos desafortunados ni errores ni inadvertencias. Lo que simula ponerse en juego constantemente es la identidad de Milei y sus seguidores. Para ellos, la expresión más mínima de apartamiento respecto del estrecho camino delimitado por su líder resulta peligrosa, repudiable y condenable.
De alguna manera, este tipo de actuación del entorno libertario va conformando lo que en términos más generales se puede leer como una dinámica interna muy propia de la gestión libertaria. Esta dinámica da la impresión de tener tres dimensiones principales.
La primera de ellas –ya mencionada anteriormente– es la construcción y consolidación de la identidad libertaria. Se trata de una dinámica propia de la política ya muy bien estudiada y descrita por Ernesto Laclau, sobre cómo los proyectos políticos conjugan una interioridad y exterioridad de forma contingente y que los distinguen de otros. Muy sintéticamente, esa exterioridad está influida por una alteridad, un otro, que lo constituye en oposición. De esta manera, los libertarios han construido constantemente ese otro al que rechazan, critican y hasta impugnan, jugando siempre con los límites de su aceptabilidad en la democracia. Por eso, paradójicamente, Milei y sus seguidores tensionan la democracia liberal.
Entonces, para la gestión libertaria, es totalmente inaceptable un gesto hacia un opositor como Martín Lousteau o cuestionar a la Selección por sus dichos racistas, xenófobos y transodiantes. Así, esos dichos van en contra de la imagen propia que quieren constituir del gobierno de Milei: la dureza, la inflexibilidad, la agresividad y la “incorrección política”. No hay lugar para la moderación.
Sin embargo, al empujar la moderación, también el entorno libertario parece dejar de lado la prudencia y la responsabilidad necesaria para gobernar. Es decir, Milei y su círculo más cercano no parecen poner paños fríos al sectarismo con el que actúan varios personajes de su entorno. Sino todo lo contrario: alientan a esa guillotina virtual. Basta con observar la publicación de la Oficina del Presidente: “Ningún gobierno puede decirle qué comentar, qué pensar o qué hacer a la Selección Argentina Campeona”.
Lo que nos lleva a un segundo aspecto, la espectacularización política. Este segundo aspecto se combina con el anterior vinculado a la construcción del ethos político libertario. Es una espectacularización constante, la generación de una conversación pública, el golpe de efecto. Entonces, aquí es relevante preguntarse hacia quién está dirigida esa “perfo” constante de la identidad libertaria. Para comenzar, se podría partir del ámbito en el que se despliega su accionar: las redes sociales, o más precisamente, Twitter.
En este sentido, el “Gordo Dan” actúa como una especie de gatekeeper del mundo libertario. Al pertenecer al círculo cercano de Milei, Parisini se siente habilitado tanto a difundir los lineamientos ideológicos del líder como a protegerlos y controlar determinadas barreras de acceso y permanencia en el campo libertario. Está claro que no es el único en hacerlo, pero ciertamente ocupa ese rol.
De este modo, el espacio político de Milei intenta mantener un cierto control centralizado de su discurso. Y lo defiende por medio de la reacción inmediata frente a los “descarriados” para mantener su imagen inflexible y cohesionada. Sin embargo, parece ser cada vez más evidente que es un diálogo entablado más con sus propias filas, y en redes sociales, que con la ciudadanía general. Al mismo tiempo, sería relevante preguntarse si las personas que no navegan por Twitter toman conocimiento de todas estas disputas internas, o incluso, si llegan a saber quién es el “Gordo Dan”.
Los despidos de Vilella y Garro son de alguna manera una rendición de cuentas a sus adherentes más cercanos. Son respuestas inmediatas a demandas que no son de carácter exterior, sino más bien interiores. Son demandas del propio campo libertario de una “pureza” ideológica e identitaria.
En paralelo, este accionar inmediato del Gobierno nacional podría ser interpretado desde otra dimensión, que no necesariamente contradice lo anterior, sino que lo complementa. Se trata del tercer aspecto: la incapacidad de procesar las disidencias internas y el doble juego constante.
Por un lado, esa intención de mantener la imagen propia de dureza puede ser también entendida como un temor a la disidencia interna. Alcanza con observar no solamente los casos mencionados, sino también el despido al empresario textil Teddy Karagozian del Consejo de Asesores Económicos por las críticas a la gestión de Caputo.
Asimismo, cabe preguntarse si al Gobierno no le tiembla el pulso cuando se trata de funcionarios que provienen del riñón libertario. Por ejemplo, sería interesante preguntarse qué hubiera pasado si los dichos del ministro de Economía sobre “usar los dólares para pagar impuestos” hubieran provenido de otro funcionario.
Por otro lado, en paralelo a su comportamiento radicalizado, el Gobierno actúa con cierto pragmatismo y moderación, pero de forma menos espectacularizada. Esto es, despide a Garro porque nadie puede decirle a la Selección qué pensar, pero ante los dichos de Villarruel de un nacionalismo extremo, envía a Karina Milei a pedir disculpas al embajador de Francia en Argentina.
Así, Milei combina dos comportamientos contradictorios: el show radicalizado para los propios con la prudencia para evitar conflictos políticos y económicos. También se podría citar otros casos, como con Brasil y la provisión de gas, o la relación con China y el swap.
A su vez, es una dinámica que parece combinarse de a ratos con una estrategia disuasiva: alguna declaración lo suficientemente escandalosa. Por ejemplo, los dichos de la diputada nacional Lilia Lemoine sobre Julio Garro, cuyo despido estuvo justificado porque estuvo a “punto de sobarle la quena” a Francia. Luego, estamos todos discutiendo más sobre las declaraciones que sobre el contenido mismo del problema y el fondo de la cuestión. A esta altura, teniendo en cuenta la importancia que le otorga el Gobierno a las declaraciones de sus funcionarios, es difícil pensar que declaraciones como las de Lemoine sean espontáneas y sin un objetivo particular.
Sin embargo, la dinámica interna de la gestión libertaria y su doble juego es un aspecto que puede resultar muy evidente y problemático para quienes no estamos en el campo libertario; aunque resta saber si resulta de la misma manera para sus propios seguidores. Y de la misma manera, será un desafío para el Gobierno prestar atención a cómo comenzará a ser procesado por quienes apoyaron la candidatura de Javier Milei en el ballotage sin ser sus seguidores. Porque el reforzamiento de la identidad libertaria puede alimentar a su sectarismo, pero puede no maridar bien con una profundización de la crisis económica y los desaciertos en la gestión, una evaluación propia de los votantes no adherentes.