No es fácil aceptar que te están cagando. No alcanza solo con mostrar las pruebas: para que esa ilusión de tantos pibardos que se plasmó en noviembre sea un pasado lejano, hay que abrir una puerta de salida.
Un gobierno que llegó al poder prometiendo que al ajuste lo iba a pagar la casta está pulverizando los ingresos de los más pobres y quitándole impuestos a los más ricos para acumular dinero y pagar las deudas que crearon los mismos funcionarios que hoy manejan la economía. La fiesta se terminó y hay que pagarla, se dice, pero se oculta que no a todos les llega la misma cuenta y que muy, muy pocos, se están llevando todas las sobras del asado sin siquiera dejar un mango en la mesa. También se dice lo opuesto, que los males vienen desde hace rato y que no se le puede achacar a este gobierno lo que hace este gobierno.
Otros lemas, eficaces, de tres o cuatro palabras, sintetizan la fe libertaria, que tiene sólidos pilares. Hay un par de miles de años de propaganda alrededor de la idea de que primero hay que sufrir y purgar para poder, eventualmente, llegar al cielo. El goce de la vida es siempre un exceso de vagos y atorrantes, en desmedro de los esforzados.
Hay quienes se preguntan qué hubiera sido distinto si no ganaba Milei. Tienen la osadía de esa duda. La ideología del único camino posible, nacida con Margaret Thatcher, impregna las imaginaciones más débiles. De entrada, lo más obvio: la devaluación de diciembre no hubiera sido tan brutal (la peor desde el Rodrigazo); las provincias tendrían los fondos que por ley le corresponden a su transporte y a su educación; la obra pública no se hubiera reducido a cero; los jubilados no hubieran tenido semejante poda en su poder adquisitivo; los universitarios no estarían pensado (otra vez) en irse del país; la inversión histórica de 30 mil millones de dólares de Petronas seguiría avanzando exactamente en el lugar donde desde un principio se estaba planificando, Bahía Blanca.
Eso, nomás, ya es suficiente. Para las familias que tenían asignada una casa de Procrear y que ahora ven un esqueleto de hormigón abandonado, es muchísimo más que suficiente. Para un pobre enfermo de cáncer que grita su dolor de huesos porque sacaron los paliativos del PAMI, también.
Sin embargo, para poder terminar de salir de la bruma de un desengaño no alcanza.
No sólo hubo mucha bronca en el voto al panelista loco de la motosierra. Hubo también esperanza e ilusión. Y, sobre todo en los varones jóvenes, hubo compromiso. El voto pibardo a Milei es una marca generacional, es un signo de pertenencia, es una afirmación de identidad.
Acá estamos nosotros, este es nuestro presidente. Nunca hubo en 40 años de democracia hubo un corte tan marcado por edad y por género en una acción política electoral. Es la contraofensiva de la marea verde.
El muro de resistencia personal ante el irreparable daño que todos los días produce el gobierno libertario es proporcional al compromiso que expresó ese voto. En lengua machista: nadie acepta rápidamente y toma otro camino cuando se entera que la mina con la que siempre quiso estar te viene metiendo los cuernos duramente con quien se le cruce. Es necesario un proceso larguísimo de aceptación, reconocimiento y reconstitución.
“Me chupa la pija la opinión de los kukas, es exactamente lo que voté”, dice la tonada metalera que identifica a los mileístas. La respuesta de un abrumado y herido cornudo, cuando le muestran videos de su amada a los besos con la casta.
¿Es necesario seguir mostrando todas las pruebas del engaño? Sí, continuamente. Todos los indicadores muestran que, por decisión del gobierno, estamos como en la crisis global del 2009 o la pandemia. Pero también hay que abrir una puerta de salida, urgente. Esos jóvenes están ahí sin una interpelación eficaz que les abra una puerta para rehacerse, algo que cuesta mucho tiempo y esfuerzo, que ya están invirtiendo en sobrevivir a la peor malaria no forzada de la historia de la democracia. Necesitan una palabra nueva para poder pararse en otro lugar y dejar a ese penoso amor de diciembre de 2023 en un pasado lejano.