"Hola, ¿Gerardo?". La tele de los 80 y los 90 no solo nos ordenaba la vida: era un canto a la ilusión en un país donde sobraban las desgracias.
No soy ingeniera ni me dedico a inventar cosas, pero tengo la impresión de que a veces entre el momento en donde alguien tiene la idea primigenia de un nuevo objeto o algo que podría cambiarle la vida a la humanidad, y el momento en el que esa cosa llega a su estadío de mayor perfección pueden pasar muchos años. Siglos, inclusive. Inventar algo me imagino es un poco como tirar una botella al mar. Descubrirlo para mostrárselo al resto de la humanidad, es casi un gesto ciego: ¿Qué van a ver los otros en esto que yo veo acá, en esto que inventé, en esta cosa que logré pergeñar? Tuvieron que pasar siglos entre la primera persona que prendió un fuego y la que logró perfeccionar el arte del chinchupán. Generaciones enteras hay de por medio entre la primera persona que usó una rueda para transportar cosas y la última que paró en una YPF perdida en el medio de la nada a cargar agua para tomar mate en el resto del viaje, coronando así en ese gesto de simpleza y perfección el mejor uso que puede darse de un rodado.
Digo esto porque, si los cálculos no me fallan, pasaron más de 60 años entre el momento en el que John Logie Baird hizo la primera exhibición pública de imágenes en movimiento en televisión y Gerardo Sofovich recibió a su público en la primera edición de la Noche del Domingo.
Podemos entrar aquí en una profunda discusión filosófica en torno a qué entendemos por perfeccionar el uso de un aparato, como es en este caso. Algunos dirán que perfeccionar es lograr exprimirle el máximo de su potencial, en pos de generar algo perdurable para la humanidad, algo que conmueva o que sea disruptivo, algo que acompañe o que proponga nuevos debates. Otros dirán que encontrar la forma de hacer con ese artículo magnífico algo terrorífico, nocivo por donde se lo mire, absurdo e incluso violento, es también una manera de alcanzar la perfección. No sé en cuál de esas dos categorías se enmarca la imagen que les voy a traer ahora: un domingo, a esa hora de la noche en la que la vida pierde el sentido, en la que todos saboreamos por un ratito esa suerte de melancolía eterna, ese giro casi digno de Alejandra Pizarnik. Supongamos para peor que sos adolescente, que en tu casa todo está predispuesto para que se mire “La noche del domingo” hasta que comience, claro, “Fútbol de Primera”. Y no hay discusión al respecto: vas a cenar las sobras del almuerzo con Sofovich de fondo cortando una manzana por la mitad con Estela Raval, mientras Los cinco latinos miran atentamente. Mañana tenés que ir a la escuela, hay prueba de geografía, tu vieja está planchando los guardapolvos, tirándoles apresto. La señal de la tele de a ratos se pierde, llega un poco como a la distancia, y en el momento en que suena el teléfono (el fijo, el de línea, el que ahora todos asociamos con las malas noticias o las encuestas telefónicas) tu abuela corre atender y sin pensarlo dos veces responde con un contundente: “¡Hola Gerardo!”.
No es Gerardo. Como ya dijimos, en este momento Sofovich está cortando una manzana en televisión abierta frente a millones de personas con una parsimonia envidiosa, mientras que Estela Raval cuenta cuáles van a ser los próximos teatros que van a llenar con su gira. Pero quizás tu abuela no entiende muy bien cómo funciona esto de la simultaneidad. En su falta de entendimiento, la generación de nuestras abuelas y abuelos se forjaron un vínculo bastante extraño con la tecnología, específicamente con la televisión: hubo un tiempo en que la gente se maquillaba, se peinaba y se ponía gel en el pelo, para sentarse adelante de ese Aurora Grundig que adornaba el living de la casa porque creían que del otro lado Pinky los veía. Me encantaría charlar con alguno de ellos para preguntarles cómo se imaginaban que técnicamente se daba la cosa. ¿Tenía Pinky cientos de miles de pequeños televisores frente a ella, como pequeñas ventanitas a las casas de las clases medias aspiracionales de esa época? ¿Era Pinky una especie de ente superior, una suerte de personaje orwelliano, un panóptico a todo color?
Y eso fue antes de que la tele se volviera interactiva. Después la tele se empezó a llenar de gente, de tribunas a donde los televidentes podían ir, a visitar los enormes estudios de televisión, a ver lo que sucedía detrás de la magia, a romper la cuarta pared de la forma más literal. Eso fue antes de que el segundo mejor invento que ingresaran nuestras casas comenzar a formar parte de la vida de la tele: el teléfono. Y a partir de ahí todo se volvió confuso, la vida era un gran concurso: si comprabas galletitas Traviata, te guardabas el paquete no porque estuvieras esperando con esto algún tipo de gesto amable con el ambiente, sino porque era lo que te permitía participar de algún concurso en el que Susana Giménez te prometí a premios que te podían cambiar la vida. Y entonces cada vez que llamabas a tus abuelas, a tus tíos, alguna vecina que a veces te cuidaba cuando tu mamá tenía que salir a trabajar, lo primero que ellos atendían al responder el teléfono era “Hola Susana”, “Hola Gerardo”, aunque Susana y Gerardo esa hora del día estuvieran durmiendo la siesta o tomando whisky en el VIP de Cocodrilo con algún abogado que les explicaba meticulosamente cómo hacer para blanquear toda la plata que tenían dando vueltas y que no podían justificar.
Esto se ha dicho hasta el hartazgo, pero resume con muchísima simpleza el espíritu de esta columna: el momento cumbre de la tele, aquel de la década del 80 y del 90, fue el momento en el que la televisión nos ordenaba la vida. Había un solo televisor en la casa, con una suerte de regalo bendito, una especie de pequeño lujo entre todo lo mundano, entre los muebles de algarrobo heredados y los otros electrodomésticos, esos chinos o taiwaneses que traíamos cada vez que viajábamos a Paraguay. No puedo dejar de sonreír al pensar en la imagen de un tipo yendo a las Cataratas del Iguazú y volviendo en un viejo Renault 12 con el baúl cargado hasta las chapas, y la caja de una tele de tubo en el asiento del acompañante.
La tele era una sola y a cada uno le tocaba un horario. Y punto. Y no hay tu tía. Y sanseacabó. Durante el día les correspondía a las mujeres que se hacían cargo de las tareas domésticas: ahí venían los programas como “Causa Común” de María Laura Santillán, el mítico “Gente que busca gente” de Franco Bagnato, y las décadas doradas de la ficción argentina (esa que ya no existe).
Estuve pensando mucho en esto en estas últimas semanas, en las que constantemente nos estamos metiendo en un trip de nostalgia hacia nuestras infancias y adolescencias. Esa forma que tenía la tele de respetar la jerarquía de la casa, de solventar las dinámicas de poder, de construir un relato de lo que era urgente y lo que no. Todo eso ahora lo ha perdido. Ha perdido inclusive ese momento mágico, amigable, en el que nos proponía, a todos y todas, la posibilidad de ilusionarnos. Por qué esas abuelas respondiendo el teléfono a cualquier hora al grito de “Hola Gerardo” no eran más que un canto a la ilusión.
Así era como nos pasábamos el control remoto como si fuera una especie de centro de poder, el objeto que nos permitía a todos y todas saber quién tenía en esa casa, en ese momento, la última palabra. De ratos esa voluntad se expresaba en forma de “Café con aroma de mujer”, a veces era “Mesa de noticias” o “La Biblia y el calefón”. En las casas protoprogres aparecía “Día D”, y los padres creían que nos inculcaban ciertas ideas mientras toda mi generación aprendía educación sexual con Santiago del Moro en Much Music.
Y sin importar que ocurriera cada domingo, sin prestar atención al devenir de la familia, a las conversaciones más o menos ríspidas que se hubieran dado durante la jornada, al altercado entre madres e hijos que seguramente se sucedía todos los domingos en ese momento previo comenzar la semana cuando alguno recordaba muy a último momento que precisaba llevar un mapa político de África del Sur, sin importar si tus padres estaban por divorciar o si tu abuela ya estaba en las últimas o si en dos semanas iban a hacer las elecciones y el destino del país iba a tomar giros más para la izquierda, para la derecha, el mundo volvía a su eje con un solo sonido: la cortina musical de Blade Runner, que los de “Fútbol de Primera” le habían robado a la discográfica sin que se dieran cuenta, que le ponía fin a la semana para darle play a una nueva desgracia.