“Tanto me han valido a mí las ánimas como a ti los azotados”. La escena sucede en la casa del buen tío de Don Pablos. Las palabras salen de la boca de un mendigo que entra de improviso o eso creemos. Don Pablos es más conocido como el Buscón, merced a la novela de Quevedo que le dio existencia. La cajeta que el mendigo sacude no es otra cosa que el objeto continente que le permite su tarea. Podemos imaginar monedas que suenan, pero no se nos dice nada al respecto.
Para disgusto de Pablos, el mendigo no es intruso sino invitado (y de la misma talla social del resto de los convidados que no se harán esperar). Claro que esto no puede sorprenderlo demasiado, ya que para llegar hasta esa sala que exige andar agachado como quien recibe una bendición, ha tenido que subir una escalera impulsado más por la intriga de hallar un signo que distinguiera dicha escalera del camino a una horca, que por el genuino deseo de ingresar al alojamiento que su interesado tío le ha ofrecido. Detalle: la casa mencionada linda con el matadero.
Hasta no hace mucho, los apodos “tincho” y “milipili” no tenían ninguna connotación especial, pero cierta intuición sociológica adolescente los hizo depositarios de lo que hoy significan. El primer Tincho de la literatura argentina es, desde luego, el unitario que insólitamente irrumpe en el salvaje territorio del Matadero nuestro de ayer y de siempre. Cajetilla, lo nombran. Monta en silla como empaquetado.
“Pancho” y “Mascapito” evocan el inolvidable bautismo de Ricardo en Okupas, como la coronación del repetido periplo que lo lleva a golpear la puerta del negro Pablo en el corazón de las tinieblas del Doque. Igual que el cajetilla, el mascapito porta un arma que no espera ni sabe usar y termina implorando con los pantalones en la rodilla.
“Cheto” no deriva de cajeta, pero sí de concha. “Conchetos” llamaban los rockeros a sus pares y a otros más jóvenes que habían cambiado los recitales por las discotecas. La reducción de concheto a cheto, amplió el sentido del primero, a la vez que limó su misoginia: su origen etimológico se explica en alusión a la novia con la que iban de la mano aquellos nuevos muchachos de escandalosos hábitos.
Caras conchetas, miradas berretas. Apenas se fue Luca, “cheto” y “concheto” cedieron como bochín ante la embestida de “careta”. Palabra falopa que en su ámbito original designaba a quien no se drogaba. Estar de cara = estar sobrio. Sin épica, sin historia ni relato, en “careta” se cifra la esencia de los ‘90, o mejor, su inocultable falta.
“Me dicen Macri el gato”, dijo astutamente el susodicho, intentando trocar insulto por apodo. Hay quienes creen que el origen de este insulto no viene directamente del mundo felino, sino de gatillo, gatillar en lunfardo era pagar. Gato sería entonces una manera de señalar a los que pagaban a mujeres para exhibirlas como trofeo Luego, por extensión, se aplicó también a dichas mujeres. Sea cual fuere su origen, el más reciente y tumbero “gato” condensa todos los sentidos anteriores y muchos otros sin reducirse a ninguno: Macri gato.
Cajetilla/concheto/cheto/tincho: presumido y afectado, condición social alta, excesivamente atildado, petitero, tirifilo, petimetre.cajeta