Los visitantes

Brigadier López

A las 4 de la tarde llega a la esquina de 4 de Enero y General López. Dos días duró el viaje. Agua, viento y frío lo acompañaron por todo el camino. Sombrero de paja, poncho empapado. Nadie lo espera, nadie lo sabe. Eso lo alivia, como antes lo alivió arrancarse la cinta roja que adornaba ese sombrero que le dieron junto con el poncho.

Alza la vista y enfrenta el tenebroso edificio de la Aduana. Veinticinco hombres escoltan al General, pero no están a sus órdenes, sino que son soldados de López; él regaló ese poncho hace dos días, cuando lo llevaron a su campamento semidesnudo y ordenó que le devolvieran su chaqueta. Quizás recién en ese momento haya repasado las imágenes más recientes y definitivas: su caballo malacara cazado por boleadoras federales, él cayendo con su caballo, su escolta derribado por una bala. Su ejército que lo espera inútilmente.

La calle no se llama todavía López sino 23 de Diciembre. Estamos en mayo (otra vez mayo) de 1831. Es día 15 y el Manco Paz llega a la ciudad, anónimo y prisionero. Lo más probable es que nunca haya pisado la tierra sobre la que después se trazó la avenida que lo nombra.

Los cronistas aseveran o imaginan que gastó los pisos de tablas de cedro yendo y viniendo como un león cautivo. Pidió para leer, se quejó de que faltaban libros, escribió que en Santa Fe había una universal desaplicación. Empezó a escribir sus memorias. Aprendió a cazar aves y llenó su celda de pájaros enjaulados. Se ilusionó con escapar. Después se casó con su sobrina, también en secreto como había llegado.

Compartió con ella su pieza calabozo en el segundo piso de la aduana, desde la ventana veían la torre de Santo Domingo, la terraza del Cabildo y el río frente a las barrancas de San Francisco, los barquitos a vela que lo atravesaban. La puerta tenía, además de cerradura “unos pernos con argollones fijos de hierro en que se ponía un tremendo candado cuyo ruido al poner o quitar era capaz de romper una cabeza más descansada que la mía”.

Cuatro años, cuatro meses y un día duró la forzada estadía del General José María Paz en La Cordial. Mientras Rosas no lograba convencer al Brigadier López de que lo fusilara.

Las citas y referencias son de José Pérez Martín, de su libro “Itinerario de Santa Fe” (1965). Lo compré hace poco en una feria de usados cuando leí Editorial Colmegna. Hacia el final de su crónica nos muestra a Paz bajando la escalera de la Aduana, custodiado hasta el Puerto luego navegando hacia la boca del Paraná.

“Por entre las islas pobladas de ceibos, en tanto se perdían en la lejanía las torres de la ciudad de Garay”.

Dejo la lectura para mirar otro de los libros viejos que compré en la misma feria: “Cien años en la Confederación Argentina”. La traducción de José Luis Busaniche de “Le Rio Paraná cinq années de séjour dans la Republica Argentina”, de otra visitante ilustre: Lina Beck Bernard. En las primeras páginas que miro rápido, me detengo en su partida de Buenos Aires a Santa Fe: “El viento es favorable y el Rey David, buen viajero. Poco a poco va desapareciendo la playa y sus altos bergantines. Algunos puntos blancos indican en el horizonte los últimos vestigios de las torres y cúpulas de Buenos Aires”.

Viene a acompañar a su marido a fundar las primeras colonias en San Carlos, pero más que nada viene a observar y a escribir. Los visitantes se cruzan en algún punto del Paraná en distinto tiempo. Las descripciones se espejan, dos viajes se inician en sentido contrario. Veinte años después Lina verá lo mismo que Paz cuando partió. Los libros hacen esas cosas.

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