Muchas veces fantaseo con tener elementos que me permitan pensar la clase como una película, es decir, editarla. Por ejemplo: un control remoto con un botón de stop o de mute que serene el barullo o la hipermovilidad de algunos estudiantes y deje entrar la pausa, el silencio, el descanso para continuar.

Para suerte esos aparatos no existen, pero cuántas veces los deseamos los docentes cuando la voz o el cuerpo físico está roto. Muteado, les digo a veces, y aprieto con la mano vacía un botón imaginario dirigido a los charlatanes sin filtro. Me río y se ríen. Aflojamos. Si el diálogo falla, puede algo más el cuerpo y su mímesis.

Otras veces es necesario un grito, un tono de voz fuerte y seco. Pasamos pantalla, como en la play. No hay un tiempo igual a otro en la clase: es todo presente, aquí y ahora budista. Una intervención no retórica. Algo que los adolescentes agradecen en la clase es saber qué siento cuando me enojo con ellos, qué me pasa en el cuerpo, el corazón y la cabeza si se acaba la paciencia. Aprendí a explicitarlo. No estoy de acuerdo con la idea de un docente que no habla de sí mismo mientras enseña. Disciplina con observación y acción (también eso es curricular).

Me viene funcionando bien darnos un tiempo de descanso entre medio de las actividades (el tirón de lectura, la charla, el registro de palabras claves o red de ideas). ¿Se aburren? ¿Se fueron de viaje al celular? Sí, profe. Bueno, descansamos un momento. A veces leo algo que tengo en la mochila. Ellos se mandan mensajes, capturas, comentan un video. Todo sobre el celu. Hace poco leí que algunas películas o series están diseñadas como las placas de Instagram (frases cortas, letras grandes, imagen total en pantalla) para que mientras se mira una peli en una plataforma, se pueda dejar de mirarla y consultar el celu sin perderse la trama. Es decir, se mira una película, pero como segunda pantalla.

Explicito la analogía: ¿la clase es la segunda pantalla? Conversar con los estudiantes está difícil; más bien, sostener una conversación. Agradezco en este punto el barullo de los inquietos, los que no suelen entregar nada escrito, pero brillan en la oralidad: conversan con uno y también dan el pie para que otros arranquen. Así como el modelo lector de la lectura en voz alta del docente, así, el modelo conversacional del docente con el estudiante que propone un ida y vuelta sostenido. Me interesan esas dos prácticas. Repetirlas. Que no sean aisladas.

Los alumnos y alumnas más tímidos o callados me interesan también. Yo fui una de ellas. Recuerdo bien: tenía qué cosas decir, pero siempre alguien las decía antes, o mejor. Entonces, escribía.

A veces veo un florecer de quienes se quedan al margen en una provincia de bancos (la geografía del aula es móvil) aunque quizás pertenezcan a una. No salen al recreo, los callados. Qué hermoso es cuando leen en voz alta, por fin, o logran hablar delante de todos. Si es la primera vez que algunos de sus compañeros los escuchan, los rostros se tranquilizan. Aparece algo nuevo: una pronunciación, una cadencia, una respiración, un tono. Algo se restituye a un centro, se ablanda la materia del aula, se suaviza. Se equilibra un poder que no está referido a la magia. Quedamos más livianos y descansados.

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