Franco Colapinto tiene todos los condimentos para convertirse en nuestro próximo héroe popular.
Alguna vez debería hacer una lista de los temas que se instalan mediáticamente entre una y otra edición de Pausa. Es decir, de cuántas cosas somos capaces de hablar los argentinos en 15 días. A cuáles les dedicamos nuestro tiempo, nuestras ganas, nuestras ideas. Cada vez que me siento a pensar en una de estas columnas, hay algo que es trending topic, si no en las redes, por lo menos en mi mente. Son cosas que suelen ingresar a la conversación cotidiana, que exceden la lógica de Twitter o de la prensa y que se transforman en la charla que tenés con ese compañero de trabajo con el que no tenés nada más en común, en el comentario que podés llegar a hacerle a alguien a quien te cruzas en el ascensor. A veces es el clima, los incendios, algún caso de inseguridad. A veces, de vez en cuando, es algo que pasó en la tele. La vuelta de Susana Giménez, el noviazgo del presidente con Yuyito González, la serie nueva de Netflix de Griselda Siciliani que todo el mundo está mirando. Me atrevo a decir que, al menos en los segmentos sociales en los que yo me manejo, en las últimas semanas hay un nombre que aparece siempre, rápidamente, como si estuviera ingresando en auto de Fórmula 1, y es el de Franco Colapinto.
Como en todos estos temas que irrumpen en nuestra vida cotidiana de la nada, debo decir que, en un principio, todo lo que aprendí sobre Franco Colapinto fue en contra de mi voluntad. No porque tuviera nada en contra de él, del automovilismo, de la Fórmula 1 y demás. Al contrario, creo que todos los niños y niñas de los 90 tuvimos una leve obsesión con el tema allá lejos cuando Schumacher se consagró como el máximo ídolo, el que rompía récords y que hacía que ese Ferrari rojo, con la propaganda de Marlboro, pareciera más que un auto, casi una nave espacial. Es similar a lo que nos pasa con la NBA a quienes gozamos de la época de Michael Jordan en los Chicago Bulls, o incluso lo mismo que pasó con el fenómeno Messi en el Barça: no hay nada que nos guste más que la historia de un buen ganador. Ese ganador que nos cierra por todos lados. A ese ganador que es fácil defender porque es impoluto.
Y, sin embargo, por lo que interpreto, la historia de Franco todavía está en pañales. Sus primeras carreras en la Fórmula 1 nos han llenado de ciertas expectativas. No sabemos interpretar del todo si el tipo es bueno o es malo, pero ese rostro de ángel nos da la sensación de que estamos viendo algo que va a ser recordado por muchas generaciones. Y si no es así, lo olvidaremos rápidamente, como sucedió con todos nuestros héroes contemporáneos. Como lo hicimos con el niño que ganó la medalla de oro con la bicicleta BMX, que hasta hace tres o cuatro meses no podía caminar por la calle sin que le pidieran fotos, y ahora creo que la mayoría de nosotros no podríamos reconocerlo en la cola para el colectivo. Lo lamento por el Maligno Torres, porque me cae muy bien, pero este es un buen ejemplo de lo que quiero charlar hoy.
Este magnífico país que tiene todos los climas, país que ha superado innumerables crisis, que es sin lugar a dudas el mejor constructor de historias del continente (seguramente del mundo, si me apuran) es también magnífico sommelier de personajes. No sólo somos buenos creándolos, proyectándoles cierta aura que el mismo personaje no tiene, sino que además somos buenos en descartarlos cuando ya nos aburren, cuando el triunfo les es esquivo o cuando sólo podemos hablar de ellos en términos de "derrotas dignas".
Colapinto tiene todos los condimentos para ser la próxima obsesión de tu tía Elba, de Susana Giménez y del señor que te cambia los neumáticos en ese garaje podrido de calle Urquiza. Es un chico bien, como lo suelen ser los Pumas, las Leonas, los jugadores de básquet, Juan Martín del Potro. No creo que con él estemos por adentrarnos en un terreno de crítica similar al que a veces reciben los jugadores de fútbol, los boxeadores... ¿Estoy diciendo solapadamente que este país es racista y clasista? Sí. Aventuro que Colapinto va a transformarse mucho más rápidamente que el resto en un héroe popular porque es blanco, rubio, presuntamente heterosexual, de ojos claros y habla suave.
Tiene a su favor que el mundo de la Fórmula 1 está rodeado de cierto vértigo, misterio, romanticismo y sensualidad, que hace que cualquier tipo que se suba a uno de esos autos se transforme inmediatamente en sujeto del deseo. Un pibe que anda arriba de un auto a 300 km por hora en un circuito de Singapur, y que cuando se baja del auto solo muestra leves signos de transpiración, debe ser genéticamente superior.
El formato de la Fórmula 1, además, da como cierta idea de mundo cosmopolita al que nunca llegaremos. Hace poco uno de mis amigos, que escribe en este periódico, y que como para ejemplificar diré que es el señor Valentín Johnston Aragón, aunque puede no haber sido él, pero fue él definitivamente, se rió mucho cuando dije que si yo me ganara el Quini 6, lo primero que haría sería comprar entradas para el Gran Premio de Mónaco.
Hay algo de esa gente "old money", de esos lugares en donde una avizora que debe estar lleno de agentes de la CIA encubiertos, de personas que tienen tanto dinero que no se acuerdan siquiera de dónde les viene, que un poco a mí me interpela. No para formar parte de sus selectos grupos, sino por la curiosidad típica de quien obviamente nunca fue millonaria e interpreta que nunca va a hacerlo.
Colapinto no es solamente entonces un gran deportista: por estas horas ya nos lo venden como un enorme sex symbol que anda levantándose a periodistas y cantantes en redes sociales, como un tipo sensible, predispuesto, laburante y trabajador. Es casi un personaje salido de una vieja novela de Migré o de algún producto de Shonda Rhymes. Es de esos galanes que la tele ya no nos provee, porque no nos provee básicamente, de ficciones.
La minucia con la que estamos desglosando cada una de las declaraciones de Colapinto y no ya tanto de sus movimientos en la pista (que son los que probablemente no todos terminamos de entender) habla de que estamos intentando algo espectacular, colectivamente casi. Algo que uno reconoce en los ojos de una amiga: estamos intentando enamorarnos.
Saben perfectamente de lo que estoy hablando: cuando una amiga te invita a tomar una cerveza, te sienta, te empieza a contar que se está viendo con alguien nuevo y te detalla una lista tan idealizada de los rasgos de esa persona, que en el fondo lo único que te queda es la sensación de que tu amiga está haciendo lo imposible por enamorarse, que no aguanta más no sentir amor por alguien, que necesita idealizar algo, que quiere creer que en algún lugar de su existencia hay espacio para la fantasía, para la ilusión, para el romance. Es lo mismo que siento que nos está pasando con este chico Colapinto.
Gobernados por los residuos de una cloaca de lo que quedó del programa de ZAP, sin referencia alguna en el plano político, ideológico, futuro. Sin nada que nos interpele desde lo artístico, lo musical, aquel que levanta un poco la cabeza, nos sonríe, nos mira con ternura, instantáneamente nos tiene encerrado en su mano. Sea el Dibu Martínez, sea el Lali Espósito, sea Esteban Lamothe, sea María Becerra, o sea este chico del que hasta hace dos minutos no sabíamos nada, y al que ahora defendemos como si fuera un sobrino nuestro, ese que sabemos que es un poco tonto, un poco boludo, pero que igualmente es buen pibe.
Encarecidamente les pido desde aquí, ilusionémonos, levantémonos el fin de semana para ver si el pibe pasa la "qually" o no, quedémonos ese mismo sábado a la noche hasta tarde viendo reseñas de gente en alguna página web acerca de cómo llega el auto para la carrera, y el domingo a primerísima hora despertémonos a poner la pava desde esos rincones del país que Franco Colapinto no conoce ni imagina que existen. Miremoslo por la televisión, vitoriemos cuando zafe de chocar en algún incidente mayor, chequeemos si suma o no suma puntos, incluso metámonos con su vida privada, con quién sale, con quién no, qué le gusta, qué no, cómo declara, si habla de corrido, si a diferencia de los jugadores de fútbol alguna vez, entendemos, quizás, agarra un libro. Pero por favor, bajo ninguna circunstancia, lo transformemos en gobernador. En términos automovilísticos: no nos comamos dos veces la misma curva.