Hace unos años dejé de luchar contra lo que creo que no está funcionando en clases. Dejé de resistirme al abismo que me separa entre el modo en que los alumnos conocen y el modo en que yo creo que deben conocer. No siempre fue así. Me enojaba mucho con las evidencias de que el aprendizaje no estuviera sucediendo. Les asignaba una causa generacional a las evidencias: porque no hablan, porque no escuchan, porque no leen en voz alta, porque prefieren otra cosa.
Una chica del siglo veinte siempre va a sostener un modo más o menos enciclopedista de conocer. Pero también soy escritora. Entonces sé que una estructura y una práctica son centrales para enseñar y aprender, pero también es importante el desvío. Aparece cuando uno hace taller de escritura: dejo de tener tanta importancia y empieza a importar lo que los demás dicen de mi texto.
Así en clases. Ejemplo: Diálogo en tercero. ¿Conocen la historia de Romeo y Julieta? No, ninguno. La chica del siglo veinte que llevo adentro empieza a sulfurarse. Me enoja que las familias no vean cine. Después recuerdo que la tele ya no es opción: los adolescentes no miran la tele, y menos con su familia, que quizás tampoco mira. Aparto todo este análisis.
Hago callar a la chica del siglo veinte que también se enoja si los adolescentes no contestan rápido. Espero. El silencio no es enemigo. Insisto: ¿seguro que ninguno conoce la historia de dos familias enfrentadas y dos que se enamoran? Cuento el argumento, sin el final. Por fin, dos conocen una peli: Gnomeo y Julieta, una versión animada que la chica del siglo veinte ignora. ¡Algo, algo! Los dos que nombran, la cuentan. Ya estamos adentro de la historia.
En algún momento mientras cursaba el Profesorado en Letras pensaba que el profesional de la educación es el que diseña un recorrido: elegís material, planificás, leés, te preparás, ajustás al detalle la clase. Nada puede salir mal. Pero sale, porque el mundo que yo traigo y el que traen ellos no entra en el plan sino en el reinicio del plan. Los dos mundos crean otro nuevo: el soma de la clase, la comunicación. Una entidad. La criatura.
Si vieron La casa del dragón, lo van a recordar: frente a algunos que deberán probarse después, Rainiera reclama, le exige a su dragón (claim a dragon) el reconocimiento del pacto. Es decir: se aproxima a la criatura, y su cuerpo estalla por dentro porque no sabe si sobrevivirá, pero avanza. Se aproxima, eleva su voz y pronuncia el nombre del dragón. El animal abre su boca y enciende sus ojos, se agazapa. No soporta tener que responder al mandato. Pero cuando parece que va a quemarla, agacha su cabeza y ambos respiran, se huelen, se reconocen y se comunican. Cuando ví esa escena pensé: esto también es el aula: declinar un poder, la posibilidad de que seas quemado, el rechazo y la seducción. Los dos estallan y tienen miedo. La criatura es tan real como fantástica. Y quien habla con ella, tiene el mandato de comunicación: los une un mundo, una sangre.
No es para cualquiera dar clases. Es para quienes se reconocen. Esa respiración, esa metamorfosis entre dos mundos que se reclaman juntos. Piensen: ante todo hay que ser un ser humano arriesgado y poderoso para ser docente. Entonces: no lucho contra el aula, la reclamo para mí.
¿Podemos morir quemados? Sí. Si no vamos a renovar ningún pacto, si no hay lazo y mandato con el dragón, es posible que, con el tiempo, nos quememos un poco. Pero también tomen nota quienes desprestigian o ajustan este trabajo porque ¿vendrían a reclamar con nosotros y en las mismas condiciones?