Milei exacerba la violencia política en la vida democrática, impone sus decisiones sin diálogo y dando rienda suelta a la represión. La pregunta no es cuándo se va a pudrir: si la política de Estado es pudrirla, ¿qué se hace desde abajo?

Un militante libertario, integrado en varias redes y grupos libertarios con financiamiento vinculado al clan Caputo, le clavó dos tiros en la cabeza a CFK el 1º de septiembre de 2022. El arma falló y, por eso, no está impresa para la historia argentina la foto de la vicepresidenta con la cabeza destrozada. Es imposible pensar el creciente clima violencia política actual sin mencionar ese acto fundante y siempre presente. Así que lo vamos a repetir de modo más pregnante: los libertarios intentaron matar a Cristina.

Un grupo de veganos salta con sus pancartas a la arena de la Sociedad Rural y los peones los repelen a rebencazos. Conductores de la televisión festejan los hechos, musicalizan las golpizas con chamamé de fondo. En agosto de 2023, una pequeña marcha en el Obelisco, sin corte de calle, es reprimida con exceso teatral por la Policía de la Ciudad de Buenos Aires y muere el fotógrafo Facundo Molares. El precandidato Horacio Rodríguez Larreta se ufana de sus fuerzas represivas, el hecho es olvidado casi inmediatamente. En cualquier momento, en cualquier lugar del país, un grupo de pobres organizados corta una avenida. Hay caos en el tránsito y no se puede vivir más así. ¿Cuándo hay violencia?

La convivencia democrática no implica la interrupción de la violencia política, un rasgo que se suele atribuir como exclusivo de los despotismos, las guerras civiles o las anarquías de los regímenes implotados del Caribe o el Cuerno de África. La civilización es con barbarie.

El recorrido de los patrulleros por los barrios y de qué modo cuidan a algunos y verduguean a otros es un hecho político. La aplicación de gas pimienta en algunas marchas sí y otras no es un hecho político. Mucho tiempo, organización y palabra empujaron las mujeres para pasar del titular de prensa “Crimen pasional” a la denominación de “femicidio” en la letra de la ley.

De vez en cuando, la desnudez política se revela en lo más propio: en última instancia, los conflictos se ganan o pierden por la fuerza. Y las razones, el cuentito de qué pasó, se construye después. Para que esa desnudez del conflicto no nos abrume –nos es imposible vivir todos los días de ese modo–, tenemos nuestras teatralizaciones. Toda manifestación política es, en su núcleo y su deseo, una puesta en escena, una dramatización escolar, de la toma de la Bastilla. Si ni siquiera hay lugar para que la plaza se convierta en teatro, mucho menos para que los conflictos se resuelvan con palabras, la violencia desnuda se vuelve el lenguaje de la política.

Pasajes

Pasamos de un desorden pacífico a un orden violento.

Decimos desorden como concesión a Patricia Bullrich. Su protocolo antipiquetes se anunció inmediatamente después de la megadevaluación de Luis Caputo, la peor desde el Rodrigazo, en 1975. El gobierno fue transparente: te reventamos el salario y te vamos a reventar a vos.

Para el gobierno cualquier protesta opositora es un acto de desorden y de violencia. No es nueva esta concepción: fue la idea dominante durante la larga década de los 90.

A las marchas de la hoy recordada Norma Plá las enfrentaba la policía motorizada, pasando por encima de los viejos. Apenas asumido, el ministro del Interior de Fernando de la Rúa, Federico Storani, reprimió una marcha en el puente que une Corrientes y Chaco, dejando dos muertos y más de 30 heridos. Tras los 39 muertos del 2001, la política estatal de represión violenta tuvo su punto final con el asesinato de los piqueteros Maximiliano Kosteki (22 años) y Darío Santillán (21 años), el 26 de junio de 2002.

Con su casi irrestricta política de no represión a la protesta, el kirchnerismo instauró una inédita década larga de paz social. Era el desorden, justamente, lo que abría camino a esa paz. Hago mi teatro en la plaza, hay consigna y descarga, conversamos con alguien, medimos nuestras fuerzas en la puesta en escena, vemos cómo seguimos después.

Para los fascistas, la política es desorden.

Fue tan compacta esa política de desorden pacífico que en 2008 soportó más de medio año de victoriosa sedición armada ruralista y en 2020 y 2021 siguió adelante durante las marchas que quebraron la cuarentena, con escenografía de guillotinas, antorchas y bolsas mortuorias dedicadas al elenco gobernante. Los cortes de ruta de la 125 y la furia de Revolución Federal tuvieron sus ecos y sus traducciones: se obturó casi para siempre la discusión sobre el reparto de la renta agraria y la estructura impositiva regresiva y se agujerearon todas las medidas de cuidado, apuntalando sandeces epidemiológicas como abrir las escuelas en los picos de contagios.

Ya se pudrió

El presidente es una imparable batidora de mierda. El último jalón: “me encantaría meterle el último clavo al cajón del kirchnerismo con Cristina adentro”. Durante toda la campaña, prometieron que los zurdos iban a correr y que debían tener miedo. Pero no se trata de cómo el plano simbólico del poder se derrama en acción violenta, más allá de que efectivamente lo haga.

Lo que el gobierno llama orden es, en primer lugar, la clausura de los puntos de encuentro político. Milei sustituyó eso por sus raptos de panelista de TV y la medición de métricas de redes sociales como si fueran plebiscitarias. Te revienta sin aviso y puerta de negociación.

Los rectores, los enfermos de cáncer, las cocineras de comedores populares los ministros de obras públicas, los jubilados: nadie tiene interlocutores válidos para sus reclamos. No hay nada que no sea la imposición de las decisiones del Ejecutivo. La democracia requiere el cuerpo a cuerpo, hoy ni siquiera está del todo claro cuáles son los burócratas que reciben las demandas, así sea para obstaculizarlas.

En segundo lugar, la rienda suelta a la represión policial. Como sucedió durante el gobierno del PRO y el radicalismo, la policía vuelve a pegar a diestra y siniestra. El agregado, en tercer lugar, es el aparato parapolicial de la militancia libertaria, que va a las marchas custodiado y protegido por la fuerza pública, para generar desmanes que luego los oficiales repelen en su favor.

La pregunta, entonces, no es cuándo se va a pudrir. Tampoco es cómo podemos evitar que se pudra, exacerbando los llamados a la concordia y a “bajar los decibeles”. No es algo que se pueda contener: ya se pudrió, la política de Estado es pudrirla.

Mientras levanta el hervor, en el debate público las opciones se van aclarando en sus extremos: una es prenderse a la criminalización de la protesta, otra es jugar al espectador que no se mancha las manos, pese a que la podrida ya está andando, otra es conocer y divulgar las tácticas de autodefensa con las que el pueblo chileno resistió en sus protestas a los Carabineros de Sebastián Piñera, de los robocops más temibles del continente. Por dar un ejemplo.

Porque la pregunta verdaderamente ética y democrática hoy es qué hacemos con nuestras fuerzas ahora que la violencia política retornó a la vida democrática, con más tecnología y ferocidad que en los 90. Qué hacemos con nuestras fuerzas frente al gobierno cuyos militantes quisieron meterle una bala en el cerebro a una vicepresidenta. Es decir, la pregunta ni siquiera es cómo asumimos que este va a ser un tiempo de violencia, sino cómo lo vamos a enfrentar, cuántas polillas juntaron en tres décadas los pasamontañas piqueteros y para qué sirven y cómo se apuntan los punteros láser verde que se usaban en las marchas chilenas.

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