En un mundo que gira hacia lo incierto y tenebroso, un oasis de confort: Pampita volvió a separarse.
Las eras de este siglo XXI en este magnífico país podrían medirse, si le ponemos pilas, en matrimonios de Pampita. Considerando que Taylor Swift hizo una carrera a nivel mundial escribiendo canciones pop al respecto, no estamos lejos de afirmar que si Pampita quisiera podría ser hoy una aspiradora de dólares para Argentina. La queremos, porque esta Nación es así: ama a toda persona que tropiece una y otra vez con la misma piedra.
La queremos y nos ponemos siempre de su lado porque ella es víctima de la situación y porque, sobre todo, es nuestra amiga.
Es el caso Pampita quizás una buena síntesis de la forma en la que todo en este terruño olvidado por Dios se acontece: cada cuatro u ocho años nos olvidamos de lo que pasó antes y volvemos a apostar por un nabo. Esta palabra es fundamental: el ahora exmarido de Pampita (otrora marido de Pampita, a veces conocido como García Moritán o cara de carpincho flaco, como alguien dijo en Twitter) ha sido definido como un “nabo” por la que fuera su esposa. No se me ocurre algo peor que ser tratado de “nabo”. Es probablemente el mejor insulto que este país a ha conjurado desde aquél mítico “andá pa’ allá, bobo” del capitán de la selección campeona del mundo. Cuando el insulto es tan corto, tan minimalista, tan sintético, duele el doble. Decir que alguien es un “nabo” es ponerle para siempre un cartel en el pecho que lo perseguirá en cada congreso al que vaya, en cada cita, en los encuentros amorosos, en la cola de la YPF para cargar gasoil. Moritán es y será siempre el exmarido de Pampita, un tipo que, dada la chance de hacer cosas interesantes, terminó siendo un nabo.
La atinada descripción sirve, además, como un soplo de aire fresco que logra dispersar la nube de humo que Moritán generó en torno a su figura: él es de esos porteños muy, muy porteños, que vienen con ideas renovadas del “sector privado” a explicarnos a todos cómo, cuándo y dónde el Estado está fallando, a pesar de que nunca se arrimaron a la administración pública más que para pagar una multa. Moritán es símbolo de la “nueva política”: un paracaidista, medianamente famoso, que habla de forma suave y usa sueters azules, que nunca tomó una fábrica ni un centro de estudiantes, que te violenta con la pasividad de los que jamás tuvieron que pelear por nada, que es como patrón como será como funcionario (un tipo al que no le gusta trabajar, pero sí cobrar). En síntesis, y citando a las altas fuentes, Moritán parecía un revolucionario de la nueva derecha ensamblada en Silicon Valley y terminó siendo lo que todos ellos realmente son: un nabo.
Pero volvamos a Pampita. Y en ella, a la figura de todas nuestras amigas que alguna vez (o reiteradas veces, como es este el caso) han salido con un “nabo”. La historia es casi de manual: Carolina sale de un vínculo largo signado por la tragedia y la infidelidad, duelando todo de la manera más pública posible, y se engancha con el primer papanatas que se le cruza. No sólo se engancha: se casa, y tiene una piba con el vago en cuestión. Esto responde a una segunda ley universal: los famosos viven todo a otra velocidad. En el tiempo que a vos te toma cortarte el pelo, dejar de stalkear a tu ex y armarte un perfil de Tinder, ellos ya conocieron a alguien nuevo, se casaron, tuvieron criaturas y se separaron. Es el tipo de vértigo con el que pueden vivir aquellos que no tienen otros vértigos. Es decir, los que no tienen que preocuparse por pagar las expensas o por comprar zapatillas a sus hijos. Jamás miran a una factura de la EPE con preocupación, y pueden poner las cosas en el changuito del súper (si acaso son ellos los que hacen las compras) sin mirar el precio que figura en góndola, sin hacer un tetris de promociones bancarias para que el super te devuelva el 20% de la compra en serepesos.
El periplo de la separación de los simples mortales no aplica a los semidioses como Pampita. Es decir, cuando tu amiga tiene que definir durante semanas si el flaco con el que se está hablando por Instagram vale la pena como para invertir en unas sesiones de depilación láser, Pampita o Wanda Nara o Matías Alé ya están reservando el salón para la fiesta. Que, además, es de canje.
El famoso vive todo muy a flor de piel, además. Es una condición básica para la construcción de su personaje. Es por eso que Novaresio siente demasiado las cosas, o que Marixa Balli se indigna por todo. No viven las cosas como nosotros, no les hace falta. Quizás también están pasados de fármacos. No sabría decirlo. Como se imaginarán, famosa no soy.
Y el verdadero famoso, el que es famoso posta, el que es ya una marca registrada, es el que construye su propia narrativa. En esto, Pampita es ejemplo: todos sus escándalos vinculares fueron vistos a través de sus ojos. Nos filtró las imágenes de las cámaras de seguridad cuando Vicuña la engañó, y ahora revoleó capturas de Whatsapp en el preciso instante en el que Moritán la quiso jugar de “mentira/verdad”. Es por estas famosas que después tu sobrina anda boqueando en historias de Instagram cuando la piba que fue a hacerse las uñas a su gabinete de belleza no le pagó lo que le debía. Es un gesto que copiamos del más allá, de las de más arriba, y que nos hermana profundamente.
Todo esto les parecerá de una frivolidad apabullante, y lo es. Claro que lo es. Pampita no morirá por esto, a nosotros no nos cambiará la vida, y el único que desaparecerá en la noche es Moritán. Con suerte, si no es que lo terminan metiendo preso por alguna causa de corrupción. Aunque en este país los que terminan presos por casos de corrupción siempre son los que tienen algún tono de piel más cercano al marrón. Yo no inventé las reglas, así funciona el Poder Judicial. No creo que Moritán tenga que pasar por ninguna etapa que lo prive de su libertad. Se lo ha privado, sí, de su bravado, de su narrativa de langa insufrible.
Esto es frívolo y superficial, e inofensivo. En un mundo que gira hacia lo incierto y lo tenebroso, hay algo de confort en aquello que no pueda hacernos daño, que no venga a destruir nada. Pampita volverá a ser feliz y, por tal motivo, dejará de importarnos. Por ahora nos importa porque empatizamos con su dolor, porque nos genera cierta sensación de justicia, algo que es esquivo en estos tiempos. Porque en el fondo, nos permite descansar. Nos deja por un segundo poner el cerebro en remojo.
Mucho se habla de que a veces estos temas se imponen desde los medios masivos de comunicación para que no hablemos de otras cosas. Es real, es cierto: la válvula del escapismo está siempre ahí, esperando a ser usada. Pero cuando no es Pampita, cuando la tele no propone otra cosa, nos la inventamos. Transformamos el chisme de oficina en la separación de dos famosos, o nos obsesionamos con la serie de turno. Porque nosotros, que tenemos otras preocupaciones, no podemos darnos el lujo de sentir todo, todo el tiempo. No podemos vivir con el vértigo de Matías Alé, ni inmolarnos cual mártir revolucionario las 24 horas del día.
Elegimos nuestras batallas y nos indignamos por todo. Nuestros cerebros son un programa de panelistas, de esos que muestran ocho informes distintos con temas diversos sin profundizar en ninguno. Cuando uno logra llamarnos nuestra atención, en la mayoría de los casos, es a través del espanto. Es el Tren Fantasma de los Cocos: vieja, roída y decadente, la realidad actual nos asusta más por la posibilidad de agarrarnos tétano en una curva, cortándonos con el filo del carrito, que por los trapos que cuelgan del techo imitando ciertos fantasmas.
En medio de esto, Pampita es un bálsamo. Su historia terminará para darle paso a otra historia. Será feliz, para volver a sufrir. Vendrá otro amor, que terminará siendo un nabo. Porque así son las cosas inevitables: un oasis de lo predecible, en el desierto hostil de la incertidumbre.
Nunca olvidar que perdió una hijita. Por lo cual creo que le chupa un huevo estar con cualquiera. Al fin de cuentas, ella es Pampita y los otros serán de...