Este sábado se realizó la Marcha del Orgullo y una vez más, la apuesta política del festival como resistencia copó las calles de Santa Fe. Entre tul, glitter y flecos la consigna sigue siendo clara: total rechazo al gobierno de Javier Milei que arremete contra los derechos de la comunidad.
La caravana de color, brillo y música atraviesa bulevar Gálvez lentamente. Las carrozas, unas camionetas decoradas con muchos flecos, carteles y banderas, tambalean por el peso de las personas que persisten en el intento de subir a bailar. De fondo, una especie de orquesta sinfónica musicaliza la llegada de la movilización: bocinazos, Charly XCX y palmas constituyen la banda sonora cuasi perfecta. Mientras tanto, unos antipáticos muñequitos de metro sesenta que parecen inflados con helio se bajan de su auto último modelo y se dirigen a los policías que hacen de cordón en la esquina del Molino. Los sujetos de ceño fruncido llevan unas camisetas de tiras finísimas que se sostienen a duras penas sobre sus hombros hinchados por los anabólicos. Desde lejos la conversación es inentendible, pero los movimientos bruscos y las cejas juntas indican que se están quejando de la paralización momentánea del tránsito. Las palabras de Matías Bordón hacen paréntesis en la imagen, ya conocida, de los anti todo que se quejan por el corte: “Queremos que nos vean, que sepan que existimos y que vamos a seguir existiendo les guste o no. Somos personas que viven, trabajan y estudian. Estamos en la sociedad todo el tiempo. Lo importante es resistir”.
Viva la Pepa
Son las 16:30 y la batucada se escucha desde al menos dos cuadras antes de llegar a la plaza del Palomar, desde donde iniciará la movilización. La esquina de La Rioja y Rivadavia, a metros de donde en el pasado se ubicaba el icónico boliche de la comunidad “Taboo Dance”, se convierte en el epicentro de la resistencia LGBTIQ+ de Santa Fe. El contraste perfecto entre tambores, platillos y Lali retumba en el lugar de la convocatoria, mientras el tul y las plumas se desplazaban de un lado a otro. La carteleada es reducida pero contundente. “Mucho sexo gay” reza una foto de Moria y Lady Gaga sobre una bandera ubicada en la espalda de un tipo. “Harry Potter me enseñó que nadie debe vivir en un armario”, se lee por encima de las cabezas que se forman para comenzar el recorrido hacia el Molino Fábrica Cultural. La carroza de las lesbianas constituye la novedad, con su porción de torta gigante ubicada en el techo de la camioneta, la bandera anaranjada, blanca y rosada sobre el capó y los globos plateados que gritan: “Viva la Pepa”. Así como todos los años, la calle se tiñe con los colores celestes, blanco y rosado, junto a carteles con consignas claras: “No hay nunca más hasta que aparezca Tehuel” y “Adolescencia trans en lucha”. Alrededor de las 17:00, la multitud logra ubicarse a lo largo y ancho de Avenida Rivadavia y la calle se convierte en el escenario del festejo.
Apoyada sobre el marco de la puerta, con la mano a medio guardar en el bolsillo y unas ojotas en los pies, una señora graba asomada por la entrada de su casa. Un tipo con poco pelo, unos lentes de running demasiado chicos para su rostro y una camiseta naranja fosforescente lanza una mirada llena de escrúpulos. Mientras tanto, en la calle ocurre la performance: cuando la camioneta frena, el grupo de bailarines pega un salto y desarrolla una coreografía cuidadosamente planificada. Microespasmos corporales, sudor y muchos besos en una vorágine de flecos y brillantina son el espectro de una lucha que se regocija en la celebración de ser ellos mismos. Así lo manifiesta Paula Gonzalvez, quien más tarde expresará: “Fue muy importante que podamos hacer esta marcha y mostrarnos con libertad y alegría en medio del dolor. Nos manifestamos para mostrar que estamos felices de ser quienes somos y festejarlo”. Mientras algunos brazos se prenden de los barrotes de la carroza en un desesperado intento de subir, un rostro empolvado de blanco con un maquillaje que le llega hasta la sien se asoma por entre la cortina de colores. Todo en el ambiente indica que aquí la resistencia se realiza en la calle, con ese aire necesario de euforia pero que no deja caer en el olvido a quienes ya no están.
El disfrute es una apuesta política
“¿Alejandra Ironici?” una voz irrumpe el barullo del tumulto que llega hacia la explanada del Molino y todos frenan sus actividades para responder con un grito: “¡Presente!”. A continuación, mientras la gente empieza a dispersarse por el predio y a visitar los puntos de feria que forman parte de la planificación de la Marcha, la organización lee el documento oficial.
Los temas que toca el discurso son claros, entre ellos se encuentra el reclamo al gobierno nacional por las constantes vulneraciones a los derechos de las personas LGBTIQ+. Por otro lado, se expresa el repudio a las medidas del gobernador Maximiliano Pullaro y sus funcionarios: la degradación del ex Ministerio de Igualdad, Género y Diversidad a Secretaría de Mujeres, Género y Diversidad y la falta de implementación de la reparación histórica a la población travesti-trans de Santa Fe.
Otro grito corta rotundamente las charlas banales que ocurren alrededor del predio: “¿Dónde carajos está Tehuel?” y el escalofrío de la ausencia recorre la piel de los presentes. El ambiente en el Molino ha cambiado levemente, la fiesta continúa desarrollándose, pero la lectura del documento deja claro que la comunidad no solo sale a la calle para mostrarse feliz. La Marcha del Orgullo tiene sus consignas y la alegría es una apuesta política.
“Uno siente el deber de venir a marchar más que cualquier otro año” afirma Catalina Lafranconi y su figura contrasta con la performance de Rivera's House que ocurre a unos metros de ella sobre el escenario. La piba, de semblante serio pero con un aura amable, continúa: “Hay un estado de apatía muy profundo por sentir que somos cada vez menos en la calles y que para quienes tendrían que estar acompañándonos a nivel políticas públicas somos solo un eslogan. Los dirigentes políticos tendrían que actuar. No haciendo que el orgullo sea una cuestión saldada sino renovando constantemente la apuesta contra todas las cosas que todavía faltan”. La mirada dura de Lafranconi no deja espacios a contradicciones y al ser interpelada sobre el carácter de fiesta que adquiere la lucha de la comunidad su respuesta es tajante: “El disfrute es lo más anticapitalista que podemos hacer. Gozar es un acto político que elegimos frente a tener una calidad de vida de mierda”, sostiene.
El futuro lo hacemos nosotres
Para las 20:00 la sorpresa de los ajenos a la movilización se disipa en el aire de una calurosa tarde de sábado. Familias, jóvenes y adultos toman asiento sobre el cemento tibio de la explanada del Molino. Sobre el escenario, una mujer con un diminuto traje rojo baila con ímpetu. El microtop colorado hace contraste con su piel tostada y una estela de tul flamea en el aire con cada movimiento. Uno tras otro, los actos encienden a un público que no muestra señales de cansancio. Un chico eufórico se abre paso entre la multitud, su aura eléctrica no lo frena de preguntar a quien se cruza en su camino: “¿Te puedo poner glitter?”. Jeremías Carbonel da la sensación de tener en claro muchas cosas, sobre todo su mirada sobre el futuro. “Lamentablemente la situación para la comunidad no es buena, pero logramos salir siempre a flote. Tratamos de sobrellevarlo, como todos los trolos. Tengo esperanza de que el futuro va a ser mejor, y sino lo vamos a cambiar nosotres”, sostiene tranquilamente mientras pincela la cara de una chica con purpurina. Antes de continuar su camino hacia alguna parte, Jeremías lanza una sonrisa al aire y se pierde entre la gente, probablemente, en búsqueda de otro rostro al que abrillantar con alegría. Aquí la resistencia adquiere la matriz festivalera de quienes no abandonan la memoria, se aferran con uñas y dientes a sus derechos y apuestan a la comunidad como espacio de lucha.