Una noche mágica en el oeste de la ciudad de Santa Fe. La mixtura perfecta entre música, despedidas, feria y videoclips. La Ochava Roma como espacio cultural de encuentro que vuelve a encender sus llamas.

“Somos tres personas en momentos distintos de la vida que se sacaron las ganas de editar a personas que les gusta lo que hacen” dice Gonzalo Vega, miembro fundador de Corteza ediciones, al presentar las lecturas de la gira despedida de la editorial santafesina luego de 10 años de trabajo en conjunto. La gorra de La Renga que lleva en la cabeza le aprieta un poco el macetero, está sentado al bordecito del escenario y sostiene un micrófono de pie con las dos manos. En disonancia con las palabras calmadas del Gonza, en la pared que se ubica detrás de él, un videoclip de alguna banda alternativa descoloca: un tipo forzudo con un arnés de cuero, un bigote a lo Freddie Mercury y una chiva oscura en contraste con unos ojos celestes. Nada tiene que ver con la imagen rústica que sucede debajo. Quizás sea esta la postal perfecta de la Ochava Roma un viernes por la noche. 

Entre la penumbra de una puerta entrecerrada, las sombras de los cuerpos apretujados contra las paredes de ladrillos descubiertos son iluminadas por las luces neón del escenario. Sobre la pared ubicada al final del centro cultural se proyectan videos musicales pero el sonido se distorsiona en el antro oscuro y no llega a los oídos de los espectadores. El contraste entre los muros descascarados que se cierran amenazantes sobre la cabeza del público, la música y la charla ensordecedora generan un ambiente místico que se resguarda en los corazones de aquellos recurrentes a la Ochava. Es 11 de octubre, un feriado puente que funciona como antesala a un fin de semana largo y en Santiago de Chile 2699 se realiza “En el oeste está el agite”. Una mixtura de música y lectura organizada por las productoras culturales santafesinas Dayerba Produshion y Pretérito Perfecto. Durante la jornada se visualiza también el Volumen 5 del Festiclip (Festival Argentino de Videoclips Independientes).

Preludio

En cuanto Pilar Cabré toma asiento, la sala enmudece. Algunos se desparraman en el suelo con la mochila a medio hombro, el latón de cerveza en la mano y los ojos contentos y achinados. La autora de “El agua que nos gesta”, que alguna vez formó parte del equipo de Corteza, lee una serie de poemas inspirados en su último verano cuando le tocó ser profesora de natación de un grupo de niños. Durante los siguientes 30 minutos, el público se sumerge entre los retratos marcados por la inocencia de la niñez, el cloro y los andariveles.

Seguidamente, Leo Pez hace un recorrido por sus publicaciones de Corteza, transforma en palabras historias cotidianas de la urbe. Sobre su cabeza, un tipo medio en desnudo baila en un videoclip bizarro que distrae al público. Al volver la oreja sobre lo que dice, un viaje en la C Verde a Sauce Viejo se pasea entre su poesía. Mientras lee, en el rostro del poeta se dibujan las sombras de las personas que se movilizan por el espacio. De fondo algunos murmullos inoportunos reciben a los recién llegados y se llevan miradas de molestia.

El ritmo calmo de las lecturas se ve arrebatado cuando Sandra Gudiño sube al escenario, con su fleco blanco desparramado por la frente y su aura de rockera chic. La profesora de francés lee con pasión, con fuerza, rompe el esquema típico de la cadencia triste y lenta con la que pronuncia el poeta. La emoción de las palabras vibra en sus cuerdas vocales, acaricia la punta de su lengua y resuena en los oídos de los presentes. El movimiento de un puño firme que se eleva por encima de su cabeza no permite que nadie se distraiga con lo que acontece por fuera de su aura mítica.

Las palabras que Pilar Cabré expresara después sobre el cierre de la editorial que hace su gira despedida rebotan entre las tablas de madera del piso de la Ochava. “Para mí, los Corteza eran como una pandilla con la que hacer cosas copadas. Esto es dejar atrás ese lugar para transformarnos en otra cosa que no necesariamente es dejar la amistad”, expresó la autora. Entre la sombra oscura en que se ha transformado el centro cultural, se ve la figura de Gonza aferrado a un librito buscando una página para leer. Mientras, Sofía Storani, una pandillera de Corteza, alumbra con la linterna del celular. Quizás sean los nervios de Sofi, cuando intenta recitar un poema de memoria y no lo recuerda, o las luces azuladas del fondo, pero algo trae consigo un deje de nostalgia.

Interludio 

—Dame 6 porciones de pizza —dice una piba inclinándose levemente para hablarle al tipo que atiende la barra. 

—¿Muzza o cebollada?

—Dame tres y tres.

El hombre agarra las porciones y las apila una a una. Una capa de servilleta, una de masa, otra de servilleta. Con la paciencia de un equilibrista, la chica recorre con pasitos cortos el camino que separa la barra con el portón de chapa de la Ochava. Afuera, la brisa de octubre le acaricia la cara. La pizza está tibia, el queso se mantiene firme en su lugar y la masa tierna se desarma una vez que toca la boca. Un trago de birra, una pitada de cigarrillo, un pedazo de masa, los pies al borde del cordón con el pastito que sale por la ranura de las baldosas y hace picar las piernas. El intervalo entre la poesía y la música ocurre en la vereda, entre ferias editoriales y espuma de fernet la gente se desplaza por la calzada y el cuchicheo de las conversaciones se vuelve nube que recorre la calle.

“Mis primeros eventos en la Ochava eran de la Chochán, un grupo de poetas de Santa Fe que ya no existe más. Me encantaba ir porque era como una mini fiestita, muy multitudinaria. Copábamos la vereda”, cuenta Pilar Cabré y agrega: “Este evento me pareció como una reminiscencia de esos momentos. La Ochava imprime un espíritu de cercanía, que hace parecer que estás en el barrio con tus amigos”. Al rato se la ve caminar con tranquilidad hasta la esquina, habla con el Gonza y la Sofi. Quizás haya algo en esta fotografía nocturna que se parece a volver a la vereda de tu barrio, en 2014 cuando todo recién arrancaba a tomar forma para Corteza. 

Entre el tumulto acalorado que pasea de adentro hacia afuera del espacio cultural, una señora rubia que ronda los sesenta años se planta en la vereda. Interroga a quienes están parados con la espalda apoyada en las paredes rosadas. Enseguida, algún brazo amigable la lleva hacia adentro. “Está bueno que, en estos tiempos, como productores culturales, nos podamos vincular y generar propuestas compartidas. Es importante tener un centro cultural cerca en tu barrio donde puedas hacer tus actividades y conocer los artistas de tu ciudad. Donde para los hacedores culturales también sea fácil poder desarrollar las propuestas”, expresa Flor Ordiz, de Pretérito Perfecto. No creo que haya fotografía instantánea que manifieste con mayor claridad la colectividad de los eventos culturales, que la señora de barrio Roma sentada en uno de los banquitos de madera de la Ochava con una sonrisa tirante. 

Estribillo

El “Templo de lo under” llama Gonzalo a la Ochava y los cimientos del espacio oscuro tiemblan con el sonido estridente de las diferentes bandas que ocupan el escenario. La puerta permanece cerrada, como si se estuviera previniendo que el sonido no se escape por entre las hendiduras del metal, como si los oídos no pitaran lo suficiente. Las zapatillas permanecen en hilera, como pegadas unas al lado de la otra mientras observan un punto fijo en el horizonte, allí donde confluye el movimiento de los músicos y las luces de colores. Nadie en esta sala apretujada puede igualar la energía de la remera naranja chillón del cantante de Cazadores Recolectores. 

De a poco, los pies inmóviles se mueven al compás de la música que es ocasionalmente interrumpida por un afinador de guitarra en mal estado, que complica la continuidad de las canciones. Sin embargo, la euforia compartida de los presentes no permite que el ánimo decaiga. Pronto las piernas se agitan con más vehemencia, los brazos de la gente se despegan de sus cuerpos y todo adquiere un matiz diferente: la medida justa entre frenesí y alegría. Alguna gota de cerveza caliente, moja el suelo y pegotea las suelas. 

La noche continúa entre sorteos de libros de Corteza, más bebida y descansos en la vereda.  “Para mí es importante que se sigan gestionando los espacios culturales porque la literatura, la música, las artes escénicas conforman nuestra subjetividad desde un plano que nos hace más felices. Creo que una sociedad sin arte, sin espacios culturales, es una sociedad dañada”, dice Cabré y sus palabras hacen eco en las calles del barrio entredormido del oeste de la ciudad.

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