“Polvo de estrella” es una obra de teatro que impone un lenguaje propio en el que cada signo importa.
Siempre el ritual cuando voy al teatro: sumergirme en un mundo, salir transformada, abrazar a los que salen a saludar. Llegar a casa y escribir sobre qué me pasó con la obra. Mi cuerpo tarda en irse de la escena, como con los sueños: algo de ellos queda en mí, una respiración nueva que la obra me dio. estrella
“Polvo de estrella” es un mecanismo de lenguaje que se desarma y se vuelve a armar delante de los ojos del espectador. Muta y juega con la referencialidad de lo que se dice, lo que se hace, el espacio, la escenografía y el sonido. No es una obra cómoda, hay que esperar su transcurso, tener paciencia, no desear que resuelva ya mismo. A mí me costó entrar en el código, pero eso es revitalizador: ni las series de plataforma ni los celulares van a igualar el algoritmo humano y el teatro es una de las representaciones más humanas que existen: acontece sin el filtro que tapa las imperfecciones.
Esta es una obra de algoritmo de autora: impone un lenguaje. En tiempos de literalidad, habilita un artificio poético sobre la historia que se cuenta, como hacían las vanguardias históricas: relaciones inesperadas (a veces crípticas) entre los signos y ruptura del pacto ficcional clásico. No tengan miedo quienes piensen: pero yo lo que quiero es que me cuenten una historia. Hay una historia: una familia con hijos adolescentes viaja tres días al Champaquí para desconectar y hacer un viaje astral con el primo chamán. Estrella, amiga de la familia, ha muerto hace muy poco y han donado todos sus órganos. ¿Quién tiene su corazón?
La obra es de cuerpo expandido: cada signo del teatro está ahí no para ser reconocido sino para ser releído. Como con Estrella, la protagonista ausente. Cuando aparece su falta, el humor y la ternura juegan un papel central frente a la crudeza de la muerte: los personajes han recibido algo corpóreo y algo simbólico de ella y deben resolver qué es, dónde está, a quién le pertenece. ¿Quién es Estrella? ¿Hada madrina, Beatrice del Dante, virgen milagrosa, amiga, madre, esposa? La escenografía completa la tensión dramática de la ausencia: un paisaje de montaña luminoso que encandila, sobre una esquina de la escena; el otro extremo permanece en penumbras. En el medio, una niebla, un humo, el lugar por donde veremos la vida y el artificio familiar.
La obra es posdramática, y por eso, todos los signos importan: las actuaciones imperfectas y hermosas (¿son actores, somos nosotros? ¡tan identificada!); el devenir frenético de los textos; las canciones cantadas a los gritos, en susurros o con dulzura exquisita; los guiños sobre el artefacto teatral; el humor sobre la ciudad (y sobre el teatro santafesino en especial); todo es una fiesta rítmicamente desordenada. Las actuaciones tienen un registro realista pero las voces y la gestualidad trabajan el sancocho clown-poético-travesti de Batato, Tortonese y Urdapilleta. Las voces son el eje en las actuaciones: el texto se oye con verdad, pero levemente corrido, en una actuación por capas. El marco de madera gigante (¿cuadro exagerado de una foto, puerta enclenque de un refugio de altura, pasaje entre este plano y otros, falsa fuga?) y las proyecciones con subtítulos, permiten anclar tiempo y lugar de la historia, que avanza con actuación coral.
¿Recuerdan esa impunidad emocional que dan los viajes? Al principio todo es perfecto. Después, el amontonadero, los secretos, los rencores, las verdades. La familia de sangre y la elegida se arman y se desarman, y en el final, se reúnen de algún modo: es el hallazgo de la obra, su final inesperado (que no develaré). ¿Qué estrella es esa que aparece en el cielo violeta? Lo dirán ustedes. No se la pierdan.