Los visitantes: Lina Bernard, fundadora

Lina Bernard

Se quejó de: La falta de libros y escuelas, la falta de medicamentos, las costumbres licenciosas de la mayoría de los curas, la viveza criolla, la precaria formación intelectual de las mujeres, la excesiva y supersticiosa devoción religiosa, la precariedad del ejército. Las extremas diferencias sociales. La indolencia. La pasividad.

Celebró: La libertad de culto, la hospitalidad y amabilidad de la gente en general, la entereza de los curas misioneros, la abolición de la esclavitud, la elegancia o su intento incluso en la pobreza, el aseo, la sencillez, la capacidad de aceptar la vida que toca, la capacidad de alegrarse, de divertirse, el deseo de vivir.

Entre las varias historias que recolectó y disfrutó, una de las más risueñas sucedió a poco de su llegada. Una extraña escuela fue inaugurada por un caballero con dotes de maestro. El buen hombre recibía a los niños en su patio, luego de asegurarse de que estuvieran todos, cerraba la puerta con llave, se saltaba el tapial y se pasaba la mañana en la calle, con algunos amigotes de nula ocupación. Cumplido el horario escolar, volvía a saltear el tapial, abría la puerta y despedía a los alumnos hasta la siguiente jornada. Cuando los padres se anoticiaron de la pedagogía practicada, descubrieron también, que el esquivo maestro, no les enseñaba a leer, entre otras cosas, porque sencillamente él mismo no lo sabía.

La travesía de Lina hasta esta tierra empezó en Inglaterra, pasó por España, Portugal. Luego Brasil, Montevideo, Buenos Aires y, finalmente, el Paraná, cuyo nombre escribió en el título del libro que publicó en Paris en 1864 y quizás sea la primera obra de la literatura santafesina, si se acepta la existencia de tal cosa, que haya nacido merced a una mujer extranjera y que haya sido escrito en francés y para europeos. Eduardo D’Anna y Enrique Butti, dos que saben y saben, opinan que sí.

Llega a Santa Fe los primeros días de abril de 1857. La ciudad cuenta con unos seis mil habitantes y no ha cambiado mucho desde que el general Paz la vio desdibujarse mientras se alejaba embarcado y todavía prisionero.

El cruce marino no escatimó penurias y peligros a los que Lina y su familia sobrevivieron de casualidad o milagro. El Paraná parece devolverle la calma, el espíritu, la razón y la poesía. La felicidad.

Maravillada describe al límite de lo decible su exuberancia y belleza, salvaje, virginal, inabarcable, incomprensible. La goleta que remonta el río se llama El Rey David. No han visto ninguna otra embarcación ni nada humano. Los marineros italianos bajan a la costa en canoa para cortar leña y uno de ellos, Camilo, con voz fresca y melodiosa, canta una canción añorando su patria y su lengua, los otros lo acompañan en el estribillo. Ella escucha la melodía y piensa en el movimiento cadencioso de los remos sobre el agua y en el balanceo de la canoa, “no sabría traducir la impresión que sentí”. Ningún concierto de los que asistió en Europa la había emocionado tanto como estas sencillas canciones, traídas por la brisa ligera que acaricia la superficie del río, en el medio de la nada, rodeada de todo, perdida y encantada. Triste y dulce, son las dos palabras con las que describe esa música. Trilce, resumirá mucho después César Vallejo, pensando en América latina. Malegría, dirá Manu Chao, cuando llegue su tiempo. Volvamos a ese instante que perdura en la escritura de Lina. Cuando se apagan las voces y las hachas dejan de golpear la madera, cuando vuelve el silencio, ella piensa en el trabajo, en la lucha por la vida y también en la poesía. Lo uno constante, lo otro ocasional. “Digámonos, para cobrar ánimo, que la una es pasajera y eterna la otra, que el infinito existe virtualmente en todo sentimiento capaz de hacernos sobrevivir”. Eso dice. Ahí, en el mismo río que después correrá sin detenerse por tantos y tantos de nuestros poemas y relatos.

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