La tibia vuelta de Susana a los livings es casi un fantasma de los neoliberalismos pasados.
A unas cuadras de mi casa, en una pared comida por la desidia municipal, se lee en clara letra de apresurado aerosol: “amores como el nuestro quedan ya muy poco”. Le falta la “s” final. Siempre me pregunto si fue deliberado, en un arrebato poético, o si la falta de la letra responde al apuro de quien elaboró en medio de la noche la confesión amorosa urbana.
En nuestro país, durante décadas, eso era sinónimo de “llegar”. Cualquier banda, artista o cantante, aspiraba a que su música alcanzara tres estadios: ser graffiti en una pared, ser reversionada por una hinchada, y ser el cierre musical del programa de Susana.
El summum de la popularidad profunda argentina se escondía ahí. Era el epítome del artista siendo superado por su obra. Quizás hoy los jóvenes emergentes aspiren a otras cuestiones: a ser memes, virales, música de fondo en un video de Messi, invitados al Tiny Desk, no mucho más. Lo popular ha perdido el pulso. Suena ahora al ritmo de otros tambores, más centroamericanos que conurbanos, más formateados en Miami que en González Catán.
Dirán ustedes que, bajo ese criterio, de todo lo nombrado con anterioridad lo único que debería mantenerse vigente es Susana Giménez, que es primariamente ensamblada en Miami. Y, sin embargo, es el que se cae a pedazos.
La vuelta de la diva televisiva a los livings del país ha sido tibia, casi como un fantasma dickensiano que viene a recordarnos los pormenores de los neorliberalismos pasados. Puede que la tele ya no sea la misma, y es cierto que no tiene la misma influencia, y que el rating no maneja los números que manejaba hace una década. Ningún programa tiene el éxito que otrora tenía. Pero hay algo de esa ecuación que a Susana le debe estar preocupando más (si es que sinceramente algo le preocupa). Rating más o rating menos, la diva de los teléfonos no está logrando ser la protagonista de su programa.
Raro, cuando su nombre está en el título.
Ha sucedido algo que a priori nunca es bueno: gran parte del público politizado del programa ha decidido hacerle un “apagón”. No importa si esto repercute en los números o no, hace mella en el espíritu de lo que Susana siempre intentó ser: la bajada de línea sutil para la clase media aspiracional. Si Mirtha pintaba siempre con la brocha gorda (pero precisa), Susana se encargaba del delineador. Ahora Mirtha es el último bastión de algo parecido al sentido común de la vieja derecha argentina, y Susana es una señora que está comentando los posteos de “Resistiendo con Aguante” al ritmo de los peores momentos de la militancia prebalotaje del 2015. Atrasa, pero no en los términos políticos en los que solemos usar ese término. Atrasa estética, estratégica y comunicacionalmente.
En uno de sus primeros programas, Susana entrevistó al presidente Milei en un intento desesperado por humanizarlo. La diva es especialista en eso. Ha sido el parapeto sobre el que se han parado los líderes de este país que querían ganar (o no perder) popularidad. Los transformaba en seres deseables, queribles, cercanos. Les preguntaba por sus vidas personales con la desfachatez de una peluquera de barrio y la calidez que ningún periodista tenía. Sin embargo, la entrevista con Milei tuvo el timing y el tono de esas citas a ciegas que una amiga te arma con un primo con el cual en teoría tenés muchas cosas en común. Después de media hora terminás descubriendo que lo único en común es que los dos están solteros a los 35 años, y con deudas en el monotributo.
La entrevista de Susana al presidente, lejos de acercarlo a él a la teleaudiencia, alejó a Susana de sus propios televidentes. Quiero abrir aquí un paréntesis: no es Milei (o no sólo él) lo que la gente no quiere ver. No sólo es el presidente quien está desgastado. Si Susana hubiera entrevistado a Macri, a Cristina o a Lousteau los números hubieran sido los mismos. La diva (y su producción) no entienden que nadie quiere mirar un programa un domingo a las 10 de la noche para que le taladren la cabeza con lo mismo con lo que le taladran el resto del día, todos los días, todo el tiempo.
Hay algo además que parece no tener solución. En los cuatro años que la diva de los teléfonos estuvo lejos de nuestras pantallas, su living perdió peso y prestigio. Si antes los cantantes aspiraban a ir al living de Susana para que el país los conozca, ahora ellos llegan al living cuando el país ya los conoce, pero Susana no. Así es que no supo distinguir entre María Becerra y Tini Stoessel, o que no pudo diferenciar a Rodrigo De Paul de Leandro Paredes. Nuestras nuevas estrellas ya no entran en su radar, porque Susana no sabe quiénes somos, qué nos gusta, a quiénes amamos. Ni Susana, ni su producción, por caso.
Ni me hagan hablar de que, además, el programa central de Telefé ya ni siquiera puede prometer solucionarle la vida económicamente a nadie. Si hace poco escribí en esta misma columna que durante los 90s todos aspirábamos a ganarnos algo en el programa de Sofovich o de la misma Susana para ser felices, hoy la diva propone premios económicos que apenas lograrían comprar un departamento chico. Cualquier plataforma de apuestas online te promete más, aunque no vaya a cumplirte. Tampoco es que Susana se haya caracterizado siempre por pagar los premios, ¿no?
El set de televisión enorme, con pantallas led que recuerdan al escenario de una fiesta onda Bresh, los vestidos de diseñador, los números musicales en los que Susana ya casi no participa y una producción que no le colabora en nada la ponen a Susana en un lugar en el que alguna vez ubicamos a Tinelli, Pergolini o Lanata: el de la decadencia. Es ese 9 de área que no se retira a tiempo del fútbol y que pasa los últimos años de su carrera siempre en offside.
Y, sin embargo, su programa da espacio para cierto tipo de espontaneidad que usualmente no abunda en la televisión (salvo por algún que otro terrorífico móvil de canal de noticias). A veces, entre la nube de humo de perfume Chanel y las luces exageradas del estudio, alguien abre una ventana para que entre aire fresco. Entre las invitadas jóvenes, esas que ya no intentan copiarla, se puede ver algo de la sonrisa genuina de quien está contenta con su vida. Quizás es Lali, remando una entrevista completa cuando la conductora no da pie con bola, o María Becerra haciendo entrar al estudio a su tía de Quilmes que es “fan de Susana de toda la vida”, quienes personifican más el espíritu de lo que hoy nos mueve de nuestras mujeres del espectáculo. A veces es Wanda Nara, esquivándole al mote de ser "la próxima Susana" para arrimarse más a la posibilidad de ser un nombre propio, una marca registrada.
Que no se lea esto como una reivindicación a la otra diva televisiva, pero necesita decirse: mientras que todos hacemos el chiste de la longevidad de Mirta, hay algo en ella que no caduca. A su alrededor, todos pierden la pulseada contra la vertiginosidad de un público que ya no sabe muy bien lo que quiere, pero lo quiere ahora. Y Mirta, sin embargo, se mantiene vigente. Para su público de viejas señoras de Recoleta y aledaños. Pero vigente, al fin y al cabo.