Si donde hay una necesidad nace un derecho, donde hay una aspiración nace un mercado.
En un futuro, en el mundo de apocalipsis nuclear que evidentemente se nos acerca, cuando algún ente extraterrestre venga a recorrer estas tierras que van a estar arrasadas, infértiles, desérticas, se va a encontrar con dos cosas: la primera, una cucaracha, porque nos han dicho hasta el hartazgo que son las únicas que sobrevivirían frente a este tipo de catástrofe. La segunda, una persona aferrada a la clase media.
Hace poco, en uno de esos miles de podcasts que aparecen de dos personas sentadas hablando de cosas ad aeternum, la escritora Mariana Enríquez dijo algo muy espectacular; trazando una comparación con otras culturas latinoamericanas, Enríquez decía que en otros países le temen a la violencia, a la muerte, a las formas más cruentas de la desigualdad, y en Argentina se le teme a la pobreza. El peor miedo de un argentino es el miedo a ser pobre, es caer en la pobreza que, para todos y para todas, es una especie de designio divino, un lugar del que después te cuesta horrores salir, no solo económicamente sino culturalmente.
Es por eso que constantemente, en los gestos más cotidianos, millones de argentinos y argentinas hacen un intento fortuito por no caer ahí. Como si eso dependiera estrictamente de lo que pueden o no pueden comprar, o peor, lo que pueden o no pueden mostrar. Porque a este miedo profundo, susurrado, a la pobreza, se le sobrepone un nuevo miedo: es cada vez más difícil guardar las apariencias, cuando nuestra vida es mostrada, compartida, retuiteada y likeada las 24 horas del día.
Antes vos te podías pasar décadas sin conocer la casa de tus compañeros de la escuela. Ahora, si estás grabando challenges de tiktoks bailando al ritmo de la última canción de Emilia Mernes todos los días es casi imposible ocultar que tu mamá toma mate con una pava de lata desgastada. Ese es nuestro telón de fondo. No hablamos ya siquiera de poder mantenernos al ritmo vertiginoso que nos propone el mercado de tener todos los años el nuevo iPhone. Hablo de que incluso hay gente que agarra y le pega un sticker de iPhone a su auto, pura y exclusivamente porque entiende que hay algo de eso que le da estatus. Y en esto me quiero detener, porque de esto es de lo que nos podemos reír, esta es la parte ridícula de la historia, no la angustiante, la preocupante, la que podría sumirnos a todos en una espiral de desesperación.
Cuando yo era adolescente, el estatus se marcaba en cosas muy específicas, al menos entre los jóvenes. No alcanzaba solo con tener una remera 47 Street, que en esa época era lo que todas aspirábamos, porque eran las que usaba el personaje de Luisano Lopilato en Rebelde Way, Mia Colucci, cada vez que aparecía en un capítulo donde pasaban cosas importantes. Para cuando la remera moría, sin embargo, a vos te quedaba el principal objeto de valor o que podía darte estatus: la bolsa. Por ese entonces, las bolsas de Tucci, 47 Street, Fiorucci y Sólido, solían adornar las paredes de nuestras habitaciones. A veces las usábamos como especie de carteritas, adentro llevábamos un llavero, la billetera, una botellita con agua con hielo, la ParaTeens.
Aspirábamos a tener el nivel de vida que veíamos en la tele, en alguna que otra revista. Soñábamos con viajar a Miami, con tener una casa con columnas grecorromanas o el grill de George Foreman, con tener un perro pequeñito. Siempre aspiramos, aspiramos y aspiramos y aspiramos. Por algo se nos dice “clase media aspiracional”: esa que está siempre mirando hacia donde no la llaman, llegando a donde no la invitan.
La aspiración funciona, en ese plano, como la utopía de Birri. Está ahí para que sigamos caminando y consumiendo. Por estos días veo como mucha gente se aferra con lo poco que le queda de uñas y de deuda a ese estilo de vida. Y hablo ahora de la clase media que otrora fuera acomodada, pero que ahora se está desacomodando. Esa que me rodea de los treintañeros solteros, sin hijos, que no tienen grandes preocupaciones. Profesionales, en su mayoría. Y que, sin embargo, ven como sus economías se desintegran de a poquito.
Pero la clase media no sólo mira hacia arriba, ahí adonde quiere ir. También es muy gorra y mira para abajo, porque de ahí se quiere escapar. Este es el segundo fenómeno que a mí me interesa. A esto yo le llamo el teorema del termo Stanley.
Ese termo pesado, duro, impráctico ingresó en nuestras vidas con la gente que empezó a “viajar afuera”. Amo la expresión “viajar afuera”, es como una especie de entelequia, una cosa que está más en el orden de lo sobrenatural que de lo terrenal. El que viajaba afuera se encontraba con que en el Walmart de Wisconsin vendían un Thermo Stanley por cuatro dólares y lo traía casi como si nos estuviera trayendo algo de un planeta desconocido, una roca, un animal extraño de ese mundo civilizado que está tan lejos nuestro. Después el termo empezó a conseguirse pero, claro, a un precio altísimo, desorbitante.
Entonces caminar con un termo Stanley en la mano un sábado a la tarde por la costanera no tenía que ver con la capacidad del termo Stanley de mantener el agua caliente por 48 horas, algo que un buen termo de marca nacional también podría hacer, sino en todo caso con ese sentido del estatus. Es como pasear a un perro de raza con pelaje perfecto o poder colgar en la pared de tu casa en un cuadro el diploma de tu hijo recibido. Es tener algo para mostrarlo.
Y el termo Stanley empezó a entrar en todas las conversaciones. ¿Es cierto que es mejor? ¿Guarda más tiempo el agua? ¿Se puede usar para frío y calor? ¿Qué pasa si se golpea? ¿Cuántos años dura? Nunca habíamos hablado tanto de un termo hasta que empezamos a hablar del termo Stanley. Hasta acá no nos había interesado incluso, quizás en las casas había muchos termos: uno plástico, uno metálico, uno que había quedado de algún viaje, esos que son de Telgopor. Durante siglos casi se tomó mate con una pava, en una mesa y nada más. Y ahora de pronto qué termo teníamos, adónde lo habíamos comprado y cuánto nos había salido parecía ser fundamental.
Te dan ganas a veces de preguntarle a algunos, “¿para qué querés tener el agua caliente 48 horas? ¿A dónde pensás ir? ¿Vas a hacer el cruce de los Andes? ¿Vas a meterte en el medio de las yungas salteñas? ¿Tenés pensado tener una conversación tan, tan larga con tu suegra? ¿Que necesitas de un termo que te mantenga el agua caliente durante dos días? ¿No te alcanza con un termo que la mantenga 2 horas?”.
Y así como donde hay una necesidad hay un derecho, ahí donde hay una aspiración, hay un mercado. Y el argentino, que es el mejor ser que caminó y caminará esta tierra, empezó a ver allí una oportunidad. Y en la asociación (probablemente) entre un paraguayo, un argentino y un chino, la tríada del verdadero comercio internacional, empezó a gestarse algo que ya habíamos pasado con las zapatillas, con los celulares, con las camperas, con los botines, con la televisión satelital: ahí, donde alguien puso una antena de DirecTV hace décadas, alguien al lado le puso una flanera. Y con esa flanera generó un cisma en la trama de la historia del mercado y la sarasa: logró captar televisión de manera pirata, sin garpar un peso.
Entonces de esa tríada magnífica surgió el mercado “alternativo” de termos Stanley, que es como ahora le estamos diciendo a las cosas truchas, “alternativas”. Camisetas alternativas, zapatillas alternativas, termos alternativos, ministros de economía alternativos. De pronto el domingo a la tarde en la costanera uno ve cosas magníficas un termo Stanley de Colón, un vaso Stanley de Los Peques un bolso de cuero de mate Stanley. Se pregunta una si la gente de marketing de Stanley sabe la cantidad de cosas que se están vendiendo en este país que llevan su logo.
Y como si fuera casi el resumen de todo lo innecesario pero aspirable, hace poco vi que de estos nuevos vasos Stanley que se usan, que se asemejan a los vasos que te dan en las cadenas de comidas rápidas para que portes tu gaseosa aguada y casi sin hielo, alguien ha creado un vaso Stanley que viene con un parlante abajo, como para que vos puedas estar tomando tu naranjú y escuchando los grandes éxitos de Uriel Lozano al mismo tiempo, o quizás tomando un merlot cosecha 2011 mientras disfrutás de la voz sedosa del Paz Martínez. ¿Era necesario? Si me pongo a pensar, no. Ninguna de las dos cosas es necesaria. Y, sin embargo, ahí están, vendiéndose.
El ciclo natural se ha cerrado: los tilingos lo importan, los clasemedieros se lo apropian, las clases populares lo perfeccionan. Como todo en este hermoso rincón regado de gloria.