Victoria Villarruel lo sabe: quien le abre a un pibe un libro, le abre el mundo de la literatura.
Muchos años después, frente al extenso tablón de ofertas de una librería en Mar del Plata, esta humilde locutora había de recordar aquella tarde remota en que su docente de literatura (la Profesora Pescatore, para ser más exacta) nos obligó a leer Cien años de Soledad. Mi mundo era entonces una aldea analógica en la que aparecían de a poco las primeras casas con internet, los teléfonos tenían el tamaño de un bebé pequeño y decir “correo” refería, todavía, a la oficina que se emplazaba en cada barrio para recibir cartas y paquetes.
No hay nada de esa primera aproximación a García Márquez que no recuerde con una suerte de entusiasmo electrizante que casi nada volvió a generarme en la vida. La mitad de eso tenía que ver con la singularidad de Macondo y sus personajes, su intrincada trama y su árbol genealógico imposible de comprender. La otra mitad, con la forma pausada y casi teatral con la que la docente nos leía algunos párrafos neurálgicos para la trama. Nunca el aula me pareció tan enorme como cuando entraron entre esas paredes de machimbre las palabras del primer premio Nobel de literatura que leí en mi vida. Sé que he escrito mucho sobre esa escuela, sobre sus polleras plisadas y sus monjas terribles, pero quiero decir esto también: incluso en esos lugares habita cierta resistencia.
Mientras escribo esto, se disipa en la niebla de Wanda Nara y sus devenires la discusión neurálgica de las últimas semanas, empujada por el sector más conservador del gobierno (ese que personifica la vicepresidenta). Una vez más y como suelen hacer, los padres sin hijos de este país quieren controlar qué leen nuestros chicos, que escuchan, de que hablan, quien maneja esa conversación. La persecución descarnada en contra del libro Cometierra, de Dolores Reyes, es en realidad un ardid, una especie de campaña velada: mientras más pasan los días más siento que no es que Villarruel no quiere que los chicos lean Cometierra... simplemente, Victoria Villarruel no quiere que los chicos lean.
He aquí un fenómeno repetido hasta el hartazgo por nuestra nueva derecha, que disfruta de meterle motosierra a todo sin mirar hacia donde van a volar las astillas: su método de destrucción jamás infiere una alternativa, una opción B, un plan de reparación posterior. Para eso, hay que laburar. Para eso, hay que estudiar. Para eso, hay que formarse. Para que los pibes lean alguna alternativa nueva y atractiva a Cometierra, debería existir alguien en esta nueva derecha que sea su Dolores Reyes. Y no lo hay. No existe. Carecen de imaginación, carecen de ganas, a veces carecen de compromiso. Pero, sobre todo, carecen de creatividad.
La Libertad Avanza ha delegado la construcción de la estética de su movimiento a la Inteligencia Artificial, y el humor político que ellos festejan es el que sale de la pluma del plagiador serial Nik. La propia Villarruel hace cosplay de mujer de la rural, y se aferra a los resabios de cierta estética peronista que parece sacada de la mesa de saldos de las antiguas manzaneras de Chiche Duhalde. Nada en ellos es particularmente novedoso o atrevido, salvo su vehemencia. Y sus constantes ataques verbales apalancados en el interminable reservorio de metáforas que aluden a las más variadas formas de la violencia sexual.
Por el ataque reaccionario, "Cometierra" es el libro más vendido de la semana
El presidente puede hablar todo el día de violaciones y abusos. Las letras de Emilia Mernes, que las nenas bailan en academias que cuestan fortunas, vestidas con ropas que en teoría deberían escandalizar a Villarruel, cantan sobre la droga y el sexo y la vida de “gangster”. El amado Dibu Martínez, al que ya le perdonamos todo, gana el guante de oro y se lo pone derecho en el pene porque es el tipazo más tipazo y no hay forma de que eso no nos haga reír. El mundo del fanfiction, consumido por cantidad de adolescentes, se llena de escenas de sexo explícito entre Yoda y Chewbacca. Al alcance de la mano reside todo lo que el mundo nos quiere prohibir. Hay generaciones enteras metiéndose bebidas energéticas y batidos proteicos como si fueran un cacao Quillá, y TiktTok se llena de nuevas dietas que te van a hacer bajar veinte kilos en un mes. Hay pibes que no leen a Dolores Reyes por estar mirando cómo sale el Celta de Vigo porque le pusieron plata que no tienen en una apuesta clandestina en un portal de mala muerte.
Y el problema es Dolores Reyes. El problema son los libros que tienen escenas explícitas. El problema es que tienen una bajada de línea. Esto es lo que más me hace reír. A los 11, me hicieron leer Mi planta naranja lima y Pinocho, y me deprimí. A los 13, leímos Romeo y Julieta y La casa de Bernarda Alba. No supe qué hacer con eso. A los 15, el Quijote y Lolita (ni pregunten cómo cayó este último en un aula repleta de mujeres adolescentes).
Y cuando llegó García Márquez, vinieron también El Mío Cid y Cruzar la noche. Y antes de leer, la profesora nos adelantaba que en ese libro había escenas picantes. Nos plantaba la idea, como quien pone un señuelo. Y nos apurábamos a terminarlos para encontrar ahí lo prometido, que no era prohibido: era leído y conversado, como cada párrafo anterior, como todo párrafo siguiente.
Pero para eso, hay que conversar. Para eso, hay que sentarse en un aula con un montón de caritas que te devuelven una mirada pasada de dopamina fácil, e intentar abrirles un mundo. Eso es lo que intento decir, aunque me enrede en mis indignaciones pasajeras: sabe Villarruel que quien le abre a un pibe el mundo de un libro, le abre el mundo de la literatura. Le vuela la tapa de los sesos, el techo del aula, el piso en el que se sostiene. No soy ilusa: no todos los libros generan eso en todos los pibes. Pero con que exista uno, una, que lea, que mire, que escuche, que paladee, y que quiera seguir “comiendo tierra”, la semilla ya está plantada.
No preocupa que esos chicos lean escenas sexuales más o menos explícitas. Preocupa que entre todos ellos alguna, una sola, googlee “Dolores Reyes”. Y ya no quiera atender en un callcenter o participar en Gran Hermano, sino que quiera contar historias.
Pero ¡ay! Como gusta esta nueva derecha de querer vendernos imanes como si fueran algo mágico, una alquimia espectacular, el nuevo descubrimiento que llega a Macondo. Al menos Melquíades, en su “honor gitano”, era mucho más honesto: jamás vendió como preocupación por el bienestar de las generaciones futuras lo que es lisa y llanamente un intento por adoctrinar tosco, insultante, casi irrisorio. Al menos en su gesto de mostrar el hielo, Melquíades abría un mundo. El mundo, en definitiva, de todo buen libro: ese que no conoce lo que es el horario “Apto para todo público”.