Escribo a propósito de la falta de lectura de novelas, diría Juanjo Conti en una de sus redes, que tienen aquellos que proscriben la lectura en secundaria de obras como Cometierra (Dolores Reyes), por escenas y lenguajes sexuales, y cuyo principal argumento es que la escuela debe cuidar la inocencia de los niños.
El segundo hogar de los adolescentes no es la escuela sino el celular. Aunque imagine, desee y trabaje por un aula donde leamos, conversemos y escribamos a partir de la literatura, el capitalismo que hemos sabido conseguir convierte a la escuela en una actividad más que los adolescentes pueden hacer mientras usan el celular. Contra esa idea y a pesar de ella (incluso con ella), los docentes sostenemos el aula como espacio de imaginación, conversación y comunidad, todos los días. El adentro-afuera del que hay que proteger es la pantalla, no la literatura.
Leer es un acto de fascinación con el lenguaje y con el mundo, y esa tarea a veces casi imposible (cuando los lectores vienen de entornos difíciles donde la transmisión del sentido sólo es ocupada por el referente inmediato) es propia de la escuela. Defendemos eso, incluso, cada vez que hacemos paro por condiciones materiales dignas. Hacer eso, restituir sentido, es muy difícil, requiere años aprenderlo y lograrlo con otros. Dice Michelle Petit (Leer el mundo, 2015): el sentido de la transmisión cultural es ayudar a cada uno a no tener miedo de precipitarse en un abismo. ¿Cómo podemos enseñar eso a los adolescentes en la escuela si no es con textos que los fascinen? ¿Cómo podemos enseñar esa fascinación sobre el sentido? ¿Cómo podemos enseñar a no tener miedo (de leer)?
Recordemos el procedimiento de lectura que NO hace del Matadero un texto que haya que excluir del canon pedagógico argentino. ¿Qué atrapa a los estudiantes? La sangre en primer lugar, la sangre y el barro. Hace poco un alumno me habilitaba ese contraste a partir de “la sangre y el luto” sabaleros, como algo central para su identidad. Entendió, en principio, a Echeverría desde ahí. Después qué sucede en el texto: un niño muere descabezado por el lazo que quiere enlazar al toro. Acá al leer se hace un silencio como un pozo, diría Vallejo. Hay que respirar, dejar que la fascinación de la escena terrible evoque otras en nosotros, que salga de los cuerpos que leyeron. Los griegos le decían catarsis: qué suerte que ese niño no somos nosotros, pero recuerdo a mi abuelo en el campo explotado desde chico, pero recuerdo a mi padre en la calle juntando basura, y me parece que fuera él. Por eso me conmisero. No murió ninguno, pero podría.
Después del silencio, hay que conversar qué significa esa escena. Por qué no se habla más del niño pero sí del toro, al que veremos con sus cuatro patas atadas apuntando al cielo, y sobre él, a Matasiete, levantando los huevos del animal como trofeo. Cuando aparece el unitario a caballo, planteada la crueldad, los lectores ya lo sabemos: esto va a empeorar.
—¿A que no te le animás, Matasiete?
—¿A que sí?
—¿A que no?
Y en este diálogo argentino pequeño, pequeñísimo, sin ninguna palabra inadecuada para el ciudadano de bien, reencarnamos otras escenas. Conocemos ese lenguaje, lo conocemos bien. Estuvimos en alguno de los lugares de la tríada: padecimos, hostigamos o alentamos la crueldad. Cuántas escenas de TikTok, cuántas de las series, cuántas de la tele, cuántas en el adentro-afuera del celular lo reproducen, mientras creemos que hablamos con nuestros hijos, sentados en el sillón de casa.
La lectura a partir de aquí se hace frenética. No es posible leer el final del Matadero con lentitud. No hay que demorarse mucho en pronunciar lo que se narra: Matasiete y otros matarifes rapan al unitario, lo secuestran, lo desnudan, lo torturan con tijeras de afilar cuchillos y lo ponen boca abajo, sobre la mesa. No nos gusta la escena. No nos gusta porque parece una violación, parece una escena de tortura. Reconocemos esa escena también. La reconocemos. Pero terminada la obra, entendemos qué necesitaba Echeverría: una metáfora sobre el país para poder derrocar a Rosas.
¿Debe eliminarse El Matadero del canon pedagógico argentino por este transcurso, mucho mayor en cantidad de páginas y en crueldad, que las novelas de las autoras argentinas señaladas en estos días? ¿Qué es leer entonces? Leer es entender por qué llegamos a esa escena y cómo salimos de ella. Eso es la literatura en la escuela: leer para entender el mundo, incluso lo que nos da miedo. ¿Qué vamos a hacer con los libros? ¿Prohibirlos y quemarlos, Montag, o leerlos?