El gobierno de Javier Milei le puso fin este martes a la emergencia territorial indígena y podrán desalojar tierras ocupadas por comunidades. Grave retroceso para los derechos humanos en el Día de los Derechos Humanos.
Por Julia Colla, IHUCSO Litoral, UNL-CONICET
El Boletín Oficial difundió este martes 10 un DNU que deroga el anterior decreto Nº805 de 2021 que daba continuidad a la Ley 26.160 de Emergencia Territorial Indígena. En el día donde se conmemoran los Derechos Humanos en Argentina, esto es un mensaje explícito con un nivel de violencia muy fiel al clima de época: destruir, entregar y desmantelar todo lo que sea para los más vulnerabilizados.
La Ley 26.160, sancionada en 2006 y prorrogada hasta 2025, fue creada para garantizar los principios reconocidos en el Art 75 inc. 17 de la Constitución Nacional. La misma había declarado la emergencia territorial sobre tierras habitadas ancestralmente por comunidades indígenas; suspendía desalojos judiciales y administrativos y promovía relevamientos técnico-catastrales que acreditaban la ocupación actual, pública y tradicional de sus territorios.
Esas carpetas técnicas no solo reconocían derechos fundamentales, sino que también brindaban herramientas legales a las comunidades a fin de que puedan defenderse ante acciones judiciales o avasallamiento de sus territorios.
En la práctica, esta normativa fue un freno clave frente al abuso y los despojos históricos, protegiendo a las comunidades indígenas de situaciones de hostigamiento por parte de empresarios que usurpan tierras para desmontar y explotar madera, desarrollar emprendimientos turísticos en zonas de reservas naturales o de islas, e incluso privatizando las costas de los ríos, como ocurre hoy día en la costa santafesina.
De hecho, en muchos espacios rurales del país, y en el norte santafesino en particular, durante décadas no fue necesario poseer un título de propiedad para habitar tierras ociosas, fiscales o de difícil acceso. Distintas comunidades indígenas y campesinas se asentaron en estos territorios donde sobrevivieron tras las campañas militares y la desocupación masiva generada en los años 90 con el cierre de la industria algodonera y del tanino. Hoy, esas mismas tierras están cercadas con alambrados, boyeros eléctricos y seguridad privada o puestas a la venta, con las familias dentro.
Incluso, aun contando con la propiedad de la tierra, esta Ley sirvió para impulsar su registro comunitario y reconocimiento como sujetos de derecho jurídico. Su personería jurídica habilitó el acceso a programas de desarrollo local e incluso obligaba al Estado a cumplir con las disposiciones de consulta previa, libre e informada dispuestas por organismos internaciones antes de accionar en sus territorios. Tal como ocurrió en la localidad Helvecia, donde un gasoducto casi parte la comunidad en dos si no fuera porque la comunidad mocoví contaba con dicha carpeta técnica y pudo gestionar otro trazado. O como sucedió con descendientes de una familia mocoví, donde sus padres analfabetos habían saciado el hambre de sus hijos entregando los títulos de propiedad al dueño del almacén del pueblo quien, a cambio de vales de comida, se había apropiado de aquellas tierras y ahora pretendía desalojarlos.
Con mucho cinismo, el DNU que anula la Ley argumenta que no existe “un libre ejercicio de las actividades productivas y recreativas sobre estas tierras”, claro, como si las familias indígenas no vivirían de esas actividades. Asimismo, insiste en que se “limita el derecho a la disposición de los bienes involucrados” y “se promueve el derecho de dominio sobre los recursos naturales en favor de las provincias” como una clara apuesta a las privatizaciones de los bienes comunes y la implementación del RIGI en la región (Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones).
Seamos claros y hagamos balance: esta ley tenía límites, sí, como todo instrumento legal. Podemos objetar que nunca fue aprobado el Proyecto de Ley de propiedad comunitaria indígena, que pretendía regularizar las tierras bajo posesión comunitaria y que quedó dormido en algún cajón de la Cámara de Diputados de la Nación. También fue un desafío la culminación de los relevamientos y la disponibilidad de fondos para su realización, dejando a muchas comunidades del país por fuera de los mismos.
Pero bien se sabía -y nada sorprende- que los derechos territoriales de los pueblos indígenas son derechos políticos que atentan contra el avance desregulado y arrasador de inversiones que en nombre del “desarrollo” habilitan todo tipo de actividades y a cualquier costo. Esto no es nuevo, y las comunidades y pueblos originarios del país debieron luchar contra esto, aún con gobiernos de corte progresistas.
Pero hoy esta situación atraviesa un escenario mucho más adverso: Milei y su ideología neofascista ha instalado la idea de que nada sirve y se debe hacer borrón y cuenta nueva, en todo, y con la gente también. El privado cuestiona la productividad de lo público; la clase media se ajusta el pantalón y saca su vara de la verdad para opinar sobre realidades ajenas y el progresismo está inmovilizado esperando que alguien tire una idea de a qué líder apostar.
Mientras tanto, las poblaciones más vulnerabilizadas, son el orejón del tarro. En el último año se registraron casos de desnutrición en infancias indígenas que evocan a los peores años de los 90, los incendios en las zonas de islas y la privatización de las costas no permite siquiera mantener las actividades de pesca tradicional; las fumigaciones con agrotóxicos en zonas aledañas a las comunidades están llenando de casos de cáncer los listados de los hospitales y la lista sigue.
Los derechos políticos reconocidos por la Ley 26.160 no fueron concesiones, sino garantías constitucionales conquistadas tras la dictadura cívico-militar y el avance de los principios fundamentales de los derechos humanos.
Hoy, a 41 años del retorno a la democracia, el desmantelamiento de estas conquistas representa mucho más que un ataque a comunidades indígenas: es un atentado directo contra los argentinos y lo que supimos conseguir. La esperanza es apostar y acompañar la lucha histórica de los pueblos originarios, que ya sabemos que estarán a la altura de las circunstancias.
La Ley 26.160 en la provincia de Santa Fe
En la provincia de Santa Fe, la Ley Nº26.160 alcanza a 48.265 personas (sobre un total de 3.194.537 habitantes), que se autorreconocen como indígenas o descendientes de algún pueblo originario (INDEC, 2010).
El resultado del ReTeCI se resume en 54,8% (34 comunidades) de relevamiento finalizado (carpeta técnica entregada), 9,7% (6) con el trámite iniciado, 30,6% (19) que aún falta por relevar y un número significativo que reclama ser incorporado al proceso de registro.
La distribución territorial se concentra en los departamentos Garay, San Javier y General Obligado, ubicados en la línea costera de los ríos Paraná, San Javier y Coronda. Entre las comunidades registradas, 70% corresponde al pueblo mocoví/moqoit y 30% al toba/qom.
Fuente: Colla, J. y Martínez, E. (2024). La Ley 26.160: Entre la etnicidad y los “estilos locales de hacer política” en la provincia de Santa Fe (Argentina), Revista Antropologías del Sur - Año 11 N°21.