La nueva derecha pide el retorno a unos valores tradicionales que no predica con su propia práctica.
“Es una verdad universalmente reconocida que un hombre soltero en posesión de una buena fortuna está en busca de una esposa.” Así empieza el clásico de la literatura universal que al menos una vez en la vida nos obsesiona a todas: Orgullo y Prejuicio. El texto original de Jane Austen se publicó en 1813. No sé si a ustedes les fascinan estos datos tanto como a mí, pero yo no puedo evitar trazar ciertos paralelismos temporales (que pocas veces sirven para trazar paralelismos de procesos históricos). El texto de Austen se publicó en el año en que en estas tierras fértiles se organizaba la Asamblea General Constituyente y Soberana. Tres años antes había nacido Juan Bautista Alberdi, aquel que esgrimió que “gobernar es poblar”. 211 años después, el santiagueño “Gordo” Dan agita desde los micrófonos de su stream pago con nuestros impuestos la consigna de “Dios, Patria y Familia”. En el medio pasaron “Los deberes del hombre” de Giuseppe Mazzini, el concilio vaticano segundo, el matrimonio igualitario, y ocho mil cosas más.
Pero el Gordo Dan se aferra a una estética renovada de una consigna conservadora porque hoy es cool hacerse el piola con el pelo engominado para atrás.
¿Qué Dios? ¿Para qué Patria? ¿Con qué familia? Quizás exista gente con muchos más recursos teóricos que yo para dar esta discusión, que sólo podré detenerme a marcar lo obvio: la “nueva derecha”, que acuna en sus brazos los conceptos más macabros de la vieja derecha y los reduce en consignas cancheras que parecen inofensivas, no viene en formato de familia. Familia es, como diría alguien que sabe, aquella que tiene un panteón en Recoleta. Familia, en los términos en los que la derecha los entiende, es apellido. Es la familia tradicional, sí. Heterosexual y monogámica. Pero sobre todo es legado.
No puedo pensar en nada de esta nueva derecha que exude ese olor a perfume caro y casa señorial en barrio Belgrano que se configura en mi mente cuando formulo en “familia”.
Pero vuelvo a Jane Austen (que es siempre, y en todo momento, mejor que el Gordo Dan). Allá lejos y hace tiempo, dos décadas atrás, cuando leí por primera vez esas líneas en algún verano perdido interpreté inmediatamente el subtítulo de lo aparecía en la hoja: esta tipa espectacular había escrito una novela romántica en la que se ocultaba un retrato pormenorizado de una época, de a ratos llevado al punto de la ridiculización. Hay mucho debate en torno a su figura y a su obra. Algunos entienden que eso no fue premeditado, y que Jane no esperaba que siglos después la leyéramos como el tono satírico que hoy le otorgamos. Jane Austen pudo imaginarse a los Darcy y las Bennet de la vida, pero no puedo pensar en los Gordos Dan que iban a venir.
Cuando leí “Orgullo y prejuicio” no pensé (al menos conscientemente) en las pintadas gruesas de la trama en donde el tipo perfecto, pero con pocas habilidades sociales, termina conquistando a la mina que se las sabe todas. Pensé siempre en esa primera frase: entonces, y desde entonces, el matrimonio resultaba también una sociedad económica. El romance era, en todo caso, un producto colateral. En esa descripción de época se escondían sutilmente los roles asignados: el esposo que provee, la esposa que trabaja de ser esposa. La patronal, y las trabajadoras. El que contrata, y la precarizada. ¿Existe el amor? Jane Austen dice que sí. Pero que entra mucho después en la discusión.
Ese parece ser el mundo al que la “nueva derecha” quiere volver.
Eso claman a viva voz los niños de la derecha, esos que alguien tildó de “imitadores de Sandro de Milei”. Ese ejército de muchachos que piden una vuelta a los valores tradicionales, que entienden que nos colocan en la senda del progreso, que miran con el mismo amor a Elon Musk (que se fabricó una robotina para su propio deleite) y a Alberdi.
Piden “familia” los que no tienen hijos, ni pareja. Claman por la vuelta a lo tradicional aquellos que tienen por líder a un hombre en sus 50 sin descendencia, que llama “hijos” a sus perros, que tiene una novia que ya no está en su edad fértil, que convive sin casarse. Nada de esto está mal a mi criterio, al contrario. Aprecio tantísimo que se popularicen nuevos vínculos, nuevas formas de unidad familiar. La familia presidencial es hoy muy parecida a la que existe en tantísimos hogares de este país. Veo con preocupación que en su cruzada contra el gigante invisible de la “agenda 2030”, han renegado de lo que son realmente: una generación entera sin hijos, con un Dios difuso, dispuestos a vender la Patria a cualquiera que les prometa un poquitito del cariño que no le dieron los gobiernos “progresistas”, ese que sólo se mide en Playstations y viajes a Miami.
Me gustaría ridiculizarlos. Me gustaría que empecemos a aceptar que ese es (entre otros) nuestro lugar en la historia: tenemos que reírnos de esto, antes de que nos coma. Tenemos que mostrar que es un chiste que el presidente, que anda marcándonos con tuits e imágenes generadas con IA qué es y qué no lo “natural” y correcto, anda todo el día con la hermana como primera dama. En sus incongruencias hay espacio para la risa, que es la que más les molesta. ¿De qué familia habla Victoria Villarruel? ¿La de los antepasados represores, de los que reniega, o la de la descendencia, que en su caso no existe? Acá no puede no haber un chiste: se acota más a los valores tradicionales Malena Pichot que la vice; Axel Kicillof que el presidente.
Tal vez estamos interpretando mal la consigna de “Dios, Patria y Familia”. Tal vez la familia sólo importa cuando se la puede nombrar en un gabinete, o cuando otro la tiene, pero no la cría como a la derecha le gustaría. Si el liberalismo, como dice el presidente, es el “respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo”, la consigna no debería tener ningún tipo de peso. Es más, no lo tiene en la vida del propio Javier Milei, que ha cambiado de Dios según su conveniencia al menos tres veces en los que va de su mandato.
¿Adónde van, los muchachines libertarios? ¿Quién los guía? ¿Alberdi, y su “gobernar es poblar”, o el conglomerado de consignas basuras generadas en la oficina de Elon Musk? ¿En qué momento, entre la gomina y los trajes prestados, se les filtró la pacatería de los viejos rancios? ¿Cómo convive eso con la hipersexualización de la figura del presidente, dibujado por cerebritos artificiales que lo imaginan siempre más alto de lo que es, más musculoso, con un perfil casi homoerótico salido del peor hentai que vas a ver en tu vida?
La reserva moral de la Patria parece hoy estar en manos de un ramo de adolescentes que aún a sus 30 años se caen rendidos frente a un escote, mientras señalan con el dedo que todos los otros, el resto del mundo, los que habitamos otros tipos de deseo, de aspiraciones, de intenciones, somos sádicos. Una mancha en la historia de la humanidad. Una escoria, algo descartable.
Y sin embargo son ellos los obsesionados con las metáforas y las imágenes que aluden a la violencia sexual. Son ellos los que piensan siempre en términos de culos envaselinados y no desde el placer, sino como una forma de venganza. Son ellos los que recrean al presidente como un hombre con cabeza de animal. Los que se obsesionan con cualquier mujer que se ría de ellos, que les marque lo absurdos que son.
Pero la bandera de fondo reza, de nuevo, “Dios, Patria y Familia”.
Quizás soy yo, que no entiendo la sutileza. Quizás detrás de la consigna vieja rebrandeada y pasada por el prisma del marketing político, hay un chiste. Una crítica. Un gesto sutil, janeaustiano. Diré entonces, que el chiste no funciona: si hay que explicarlo, se sabe, el chiste es malo.