kiosco-mesita

Tres drugstores, una pregunta: ¿con qué plata sale la gente que sale? En tiempos de dependencia económica y trabajo precarizado, observamos qué sucede en los momentos de socialización nocturna en el kiosco-mesita.

Las ruedas del colectivo hacen un sonido incómodo al frenar, un chirrido metálico agudo que obliga a cerrar los ojos en señal de disgusto. Es la C Verde que para en el semáforo de Bulevar Gálvez y Sarmiento. Sobre aquella esquina, una serie de sillas con respaldo de lona y mesas de madera hacen tetris para entrar en la vereda craquelada. Alguna señora del barrio diría que “El Bulevar se está hundiendo” y que “habría que dejar de hacer tantos edificios”. Una chica corre una silla para dejar su cartera y sentarse. Cuando la espalda de la piba se apoya sobre la tela rígida, la línea de la Continental le pasa finito por detrás. Los asientos están demasiado cerca del cordón. Sobre la madera rayada hay dos latas de Andes roja, un brillo labial y un atado de Lucky mentolado. Sobre las paredes de ladrillos vistos del kiosco, unas letras blancas sobre un fondo negro exclaman “Say No More”.

—De acá al Faro son 5 kilómetros —dice un pibe en la mesa de al lado. El tema de conversación parece ser algo sobre ciclismo. Ininteligible, el ruido de la calle hace imposible chusmear el diálogo ajeno.

—¿De ida? —responde su compañero mientras se lleva un vaso con birra a la boca.

—Sí, sí.

—¿Y de acá a San Martín?

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El curso de la charla se pierde en la superposición de voces. Unos metros más allá, una chica pregunta a su amiga “¿Qué onda la relación?”. Dos tipos con mullet y bigote hablan sobre una joda que al parecer “No estuvo tan buena” y a la cual solo fueron porque “Estaban los pibes”. Es jueves y son alrededor de las 21:00. El día anterior se disfrutó de una tarde de lluvia que dejó en Santa Fe un fresquito agradable.

El fenómeno del kiosco-mesita ha logrado posicionarse entre los jóvenes como el lugar elegido para el encuentro. Una coca después del club, una birra para cortar semana, la previa de antes del boliche o el after de la jodita sucede en lugares como estos. Cuando un gran número de jóvenes de entre 18 y 25 años viven de la plata que le brindan sus padres, o de un trabajo explotador y mal pago, los drugstores se transforman en el espacio de divertimento. Cada uno de estos negocios adquiere matices diferentes según la zona y la propuesta de marketing de cada empresa.

Frente a la Plaza Pueyrredón

La entrada del drugstore está ubicada sobre el ángulo recto que forma el codito de la cuadra. El guardia que está parado en la puerta tiene un aire a Daddy Yankee y deja pasar a la gente con cara seria y un leve asentimiento de cabeza. Detrás de él, una especie de rampa circular lleva hacia un espacio repleto de góndolas y heladeras. La luz es demasiado blanca. El mostrador es un semicírculo con pequeños estantes llenos de golosinas. Detrás de la chica que atiende hay licores exhibidos en una vitrina y preservativos. Entre la computadora y la caja, se ofrecen a la venta unos vapers. El RKT retumba en cada rincón del almacén.

Claudio –lo llamaremos así– es muy joven y trabaja para la línea Say No More desde hace algún tiempo. Fue transferido de la sucursal de Aristóbulo del Valle y Galicia a Bulevar y destaca: “Acá viene gente más decente, caen arreglados y son más civilizados. Son personas de acá de la zona. Los que vienen de afuera buscan problemas. Vienen, se chupan, hacen boludeces y se van”. Según narran los empleados, el kiosco ubicado frente a la Plaza Pueyrredón convoca a muchísima gente, tanto que de jueves a sábados, pasada la medianoche, se forma una larga fila para esperar que se desocupe una mesa. Pasadas las 3 de la mañana, los asientos de la vereda se cierran para evitar conflictos.

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–En Galicia es diferente. Acá hay mucho chetaje, allá… — Claudio hace una pausa, parece debatir en su cabeza lo que está a punto de decir— hay muchos turros. Yo salí de trabajar el miércoles a las 2 de la mañana y acá no había nadie. Pasé por allá y había como 30 motos. Eran todos amigos míos —se ríe—, conocidos del barrio. Te das cuenta que es otra cosa porque estaba lleno adentro y afuera. En Galicia no importa el día ni el frío.

Mientras el chico habla, su compañero, un pibe de la misma edad, prepara Fernet en vasos de plástico rebalsados de hielo. Un tipo entra de apresurado y se dirige como una flecha al baño. Unos breves minutos después el muchacho se retira con una extraña picazón en la nariz. La única empleada mujer del turno noche comienza a alistar la mochila para irse. “Acá la cumbia está prohibida porque si no la gente no se quiere ir”, cuenta mientras carga sus pertenencias al hombro y se despide de sus compañeros.

—En la otra sucursal hay un grupo de ocho viejitos —Claudio retoma la conversación con nostalgia—  van siempre a la mañana, a la siesta vuelven a sus casas para descansar un ratito y a la noche ya están de nuevo en el kiosco. A la mañana toman café y a la noche Gancia.

Para el joven, lo que destaca al kiosco-mesita de Bulevar y Sarmiento es la fugacidad de los encuentros. Una previa corta, una coca al paso. Los precios del local y la escasa oferta de comidas elaboradas, siendo un superpancho a $2500 lo más asequible, lo signan con esa particularidad.

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En la Recoleta santafesina

La chomba roja está prolijamente ubicada sobre los hombros, las solapas bien dobladas alrededor del cuello y en la esquina derecha, bordada sobre el pecho la insignia de la marca “Draxxo”. El hombre tiene el pelo blanco, corto para mantener la presencia, y los ojos cansados considerando que se acerca el fin de semana y son cerca de las 20. Se llama Carlos y no tiene más de 50 y pico de años. Apenas un cliente pasa la puerta, atiende con la mezcla perfecta entre calidez y seriedad. Se parece a uno de esos mozos viejos que te atienden en el bar El Parque y maneja eficazmente el QR del posnet. En la esquina de Santiago del Estero y San Martín, dos bicis apoyadas en una mesa y un largo toldo rojo, invitan a tomarse un Baggio bien frío.

Pablo, uno de los dueños, tiene 31 años y narra la historia de una zona plagada de boliches que hoy en día ha cambiado de lógica. “Este tipo de formato de negocio constituye una alternativa importante para ese joven que se está iniciando en el ámbito laboral, tienen sus primeros manguitos y elige juntarse con amigos en este tipo de lugares”, cuenta el muchacho con soltura. Además, asegura que las estadías de los pibes en Draxxo suele extenderse por tiempo indefinido. En ocasiones la gente sale de trabajar y se pasa por el local a tomar una birra, en otros tantos casos el after del boliche se vuelve un loop interminable entre las paredes rojizas del local.  “He venido un viernes 7 de la mañana y hay grupos de chicos de veintitantos años con sus cervezas. Yo les pregunto a los empleados: ‘¿Che qué onda estos pibes a esta hora?’ y ahí me dicen que están desde las 3 o 4 de la mañana”, sostiene. Entre anécdota y anécdota, suelta alguna risita cómplice.

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El drugstore de San Martín ofrece a los jóvenes la posibilidad de ver diferentes partidos de la Selección Argentina o la Champions League mientras se disfruta de una bebida helada, una pizza o unas buenas papas fritas. También es el negocio elegido por los clubes de fútbol y rugby para realizar el “tercer tiempo”. El Draxxo no está exento de los señores estirados que pasean sus galgos y frenan a tomar un café. Según cuenta Pablo, es el lugar en donde los chicos caen por descarte y entre charla y charla terminan pasando la noche entera.

En Santo Tomé

Parece una matiné o un salón ambientado para un cumpleaños de 15. Carteles de neón en todas partes, una máquina de peluches en un rincón consume billetes de $1000. El ambiente es demasiado grande y los pibes demasiado chicos. Una pared de posters intenta dar una vibra alternativa gritando frases como: “Vivila en modo turista”, “Lindo es hacer nada con vos” y “¿Qué mirás bobo?”. Un grupo de nenas no pasa los 14 años, los que están afuera sentados en las mesas no pasan los 17. El nuevo Break de Santo Tomé es la sensación entre prepúberes y adolescentes.

Es sábado y son las 18 pasadas. Un camión con altoparlantes recorre la Plaza Grande con una propaganda de La Libertad Avanza. La única mesa con individuos más veinte se alborota.

—¡Aguante La Libertad Avanza! —grita uno. Su compañero, sentado enfrente, le lanza una mirada retadora. Parece mandarlo a callar con un solo parpadeo— ¡A mí que me importa! — ninguno de sus acompañantes omite palabras— Yo nomás no quiero que vuelvan los kukas.

Detrás del ventanal que recubre la totalidad de la esquina, las figuras encorvadas de los pibes que atienden se desdibujan entre pibitos y golosinas. Abril tiene 20 años, es estudiante, trabajadora y catadora oficial de kiosco-mesitas y comenta: “El Break de Santo Tomé me parece medio pelo y la gente que te atiende también. En ese lugar mi experiencia fue una cosa sensorial. Está fachero pero no es un espacio al que me llame la atención ir a curtir”. Por otro lado, cuenta que como laburante de gastronómicos ha identificado en la sucursal de Bulevar Gálvez y San Jerónimo, en Santa Fe, el “lugar fijo” de quienes trabajan en su rubro. “Suelo ir con mis compañeros a tomar birra, fumar, hablar al pedo y descomprimir. Después taza, taza. Es el momento de descarga, charlamos sobre lo que fue la jornada laboral”.

El sol se pone por detrás de la Iglesia Inmaculada, ahí donde confluyen Obispo Gelabert y Centenario. El almacén cool es la innovación en la ciudad del Puente Carretero. ¿Cuánto durará la emoción por el drugstore? ¿Por qué todos los kiosco-mesitas están en una esquina? Algunas incógnitas sobre la nocturnidad veinteañera han sido despejadas, otras quedarán desatendidas. Por lo pronto habrá que dejar en pausa las noches largas de boliche y preguntarse: ¿con qué plata sale la gente que sale?

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Fotos: Victoria Campana

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